Fue un momento emocionante, cuando la Edad Media languideció y comenzó a apagarse como los miles de cirios que ardían en las basílicas románicas, como si la deidad se fuera escondiendo en una grieta del cosmos. Comenzó entones a brillar una luminosidad nueva, la de la edad moderna, una luz desconcertante que pronto mostraría su verdadero espíritu: la tecnificación de todo lo visible. En aquel momento de duda entre un mundo que acababa y otro que aún no había nacido se produjeron obras de arte (que siempre son el mejor signo de cada tiempo) en las que se mezclaban asombrosamente los símbolos del mundo acabado, el de la caballería, el de la magia, el de las hadas y ogros, el mundo que Max Weber llamaba «mundo encantado», con el nuevo mundo de las decisiones personales, de los individuos separados de la iglesia, el de la descripción científica del universo y todos aquellos elementos fascinantes del «mundo desencantado» que iban a construir la era moderna.
En ese momento apareció un poema pasmoso que de inmediato llamó la atención del mundo entero. Era la Jerusalén liberada obra de Torquato Tasso, que acaba de publicar en la colosal traducción de José María Micó la editorial (siempre admirable) Acantilado. Llevaba casi dos siglos sin traducirse, lo que es una barbaridad tratándose de una de las obras mayores de la poesía de todos los tiempos. Es cierto que le ha hecho sombra la monumentalidad de la Comedia de Dante, el más grandioso de los templos medievales, traducida también por Micó en la misma editorial. Aclaremos el asunto.
Para quienes nos tomamos muy en serio la poesía, los grandes poemas (y poetas) son señales del tiempo en estado puro y su cristalización. Es el tiempo quien se da forma a sí mismo, mediante una montaña de signos cuyo nuevo orden da significado y sentido (ambas cosas) al mundo histórico. Nosotros, los mortales, sólo podemos acceder al sentido del tiempo mediante esas formas fijas, pero cambiantes, que se muestran en sucesivas mutaciones a las que Malraux llamaba Metamorfosis.
El tiempo nos dice, por ejemplo, que en 1780 iban a volver las túnicas romanas con las espadas en alto y las procesiones de la Diosa Razón por un París ensangrentado. Y nos había dicho, allá por el siglo XI, que el mundo estaba siendo recorrido por caballeros armados que iban en busca de su salvación remediando el mal que producía Satanás. Es decir, en cada momento histórico el tiempo se da a sí mismo una forma, a cuyos objetos singulares solemos llamar «obras del arte», pero sería lo mismo llamarlas «obras técnicas» (de la tecné), que identifica lo que más tarde se conocerá como un momento «histórico», del mismo modo que identificamos un lugar por una encina, las ruinas de una granja o una laguna. O sea, un momento en el que se puede leer la forma del tiempo. Porque él así lo quiere.
Pues bien, la Jerusalén de Tasso ocupa ese lugar previo a una modernidad que encarnará algo más tarde Cervantes, y todavía llevaba humedades de la Edad Media como el animal que muda de piel, pero conserva girones de su antigua pelambrera. Los aficionados a las artes que quieran hacerse una idea pueden acudir a una pintura de Botticelli, La historia de Nastagio degli Onesti que se puede ver en el Museo del Prado o por Internet. Allí observarán una escena que, cuarenta años antes de la Jerusalén, ya tenía una aspiración moderna (el banquete puramente renacentista y burgués) atravesada por una imagen fantasmal que vuelve desde el medievo (el caballero que, espada en mano, persigue a la mujer desnuda) en recuerdo del mundo mágico.
«Tasso escribió su inmenso poema con un motivo medieval, la primera cruzada y la lucha contra el dominio islámico de Jerusalén»
Del mismo modo, Tasso, un personaje que casi anuncia la figura del artista romántico, encerrado en una celda y medio loco, escribió su inmenso poema de 800 páginas con un motivo medieval, la primera cruzada y la lucha contra el dominio islámico de Jerusalén, con héroes propios de la épica medieval, pero atravesado por elementos que anuncian otra metamorfosis del tiempo. Esa mutación, la modernidad, liberó a los europeos de los yugos religiosos, pero en esta primera pieza, a diferencia de Don Quijote, el desencanto del mundo, la novela, aparece sólo en forma dispersa, como adherencias de piel medieval a un cuerpo muevo y moderno.
Micó lo describe con exactitud cuando cuenta todo lo que nos podemos encontrar en el poema: «Desfiles, batallas, asedios, escaramuzas, duelos, torneos, hambrunas, tempestades, incendios prodigios, concilios celestiales o infernales, sediciones, discordias, extravíos, azares, encantamientos, crueldades, audacias, cortesías y amores felices e infelices». Es decir, el mundo de la novela, el mundo moderno y sus cambios repentinos, entremezclado con los símbolos y emblemas de la épica medieval en una comunión que sólo romperá Cervantes.
Dentro del poema, sin embargo, hay historias magníficas que han inspirado a pintores y músicos por centenares. Las más famosas son las desventuras amorosas de Tancredo y Clorinda, así como las terribles y a veces sádicas dependencias sexuales de Rinaldo y Armida, la maga de hechicera figura que aún trae consigo los recuerdos de las mujeres malvadas y hermosísimas de la materia de Bretaña, o incluso las ondinas y otras hembras que seducían a los viajeros ingenuos desde las fuentes nupciales para darles muerte.
Olvidaba decir que el poema se edita en bilingüe, como es exigible en una obra maestra. Un auténtico festín de Fin de Año que debemos a un poeta ejemplar, José María Micó, y a una editora excepcional, Sandra Ollo.