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rojo, ateo y sentimental, por Javier Rioyo

by Marko Florentino
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«Eran como una luna creciente ya salida

las apariciones de Jubilosa en la calle.

Y el corazón poniendo a flor de piel

La noción de su tamaño»

Juan Manuel Díaz-Caneja

Juan Manuel Diaz-Caneja fue, es, uno de los pintores imprescindibles de nuestro siglo XX, un genio pictórico que siempre fue de minorías. Aún hoy sigue siendo un gran desconocido, con todo el reconocimiento crítico, el aprecio de sus colegas, la admiración de intelectuales, escritores, arquitectos, teóricos o galeristas, a pesar de todo –siendo generosos– es todavía un pintor para la inmensa minoría. Si sumamos sus admiradores, sus seguidores, podríamos catalogarlo de una pequeña «inmensa» minoría. Su obra sigue viva en los grandes museos contemporáneos como en aquellos que tuvimos la fortuna de ver alguna de sus exposiciones en vida del pintor o después. Así como seguirá para siempre viva en los que visiten su Fundación en Palencia. Una visita que deslumbra, sorprende e invita a perseguir su senda, seguir su obra y conocer una vida que recorre el siglo español con todos sus excesos, sus derrotas y algunas de sus conquistas.

Era un pesimista con razones, un hombre feliz que se disfrazaba de cabreado, también con razón. Un «niño bien» de provincias, hijo de una familia de liberales, conservadores, clericales y anticlericales. Una familia con cargos políticos, eclesiásticos, tertulias de casinos, de tardes en ateneos, mañanas de negocios, noches de lecturas y viajes montañeros de fin de semana. Institucionistas no radicales, radicales tamizados por la vida burguesa. Españoles, castellanos, abiertos a Europa, cultos regeneracionistas y dispuestos para el progreso y sus vanidades. Así creció un niño reservado, observador, tímido y sentencioso. Después del bachiller palentino llegó al Madrid años veinte, entre la dictadura y vanguardia, la golfemia y bohemia, la Academia de Bellas Artes y la Residencia de Estudiantes. El joven que quería ser poeta y que deseaba pintar el mundo. Después de ser señalado por la opinión y el magisterio de Vázquez Díaz, Caneja degeneró en pintor. Discreta y tozudamente se convirtió en uno de los mayores representantes de nuestra más clásica modernidad.

Su museo palentino, su fundación, tiene pocos visitantes pero hace afición, genera conversión y hace que formemos parte del pequeño y gran mundo emocional de los «amigos de Caneja». Una secta que conocimos en los tiempos de la transición, en el Café Gijón de todas las tardes, en el Oliver de todas las noches. Caneja era un mito y una realidad silenciosa, su mujer Isabel Fernández Almansa, también mítica por otras leyendas, era lo contrario: charlatana, expansiva, hiperactiva y tremendamente simpática. Una historia de amor que, más que sorprendernos, nos causaba admiración y envidia. Caneja había cumplido con los ritos de paso del artista de vanguardia que no necesitaba ganarse el pan ni la sal.

Había estudiado en buenos colegios, fue residente en los tiempos de Gabriel Celaya y Severo Ochoa, todavía estaban muy presentes las historias de Lorca, Buñuel y Dalí, cuando lo normal era ser vanguardia o no ser. Hizo su periplo parisino, visitó el estudio de Picasso, se acercó a Juan Gris, conoció el cubismo y otros ismos. Volvió a los ismos más cercanos, de la mano del peculiar poeta ingeniero y vanguardista palentino, Francisco Vighi –llamado «nieto» por Valle Inclán por su elegancia de generoso prestamista sin cargos ni devolución– y muy querido por Ramón Gómez de la Serna. Así el joven Caneja se vio en ese mundo dónde eran posible todas las tendencias políticas, ser amigo de aquellos que con el aire de los tiempos se decantaron por el comunismo o el fascismo. No pasaba nada, todos cabían, hasta que las cosas terminaron el confrontación, desacuerdos, enfrentamientos y guerra civil. 

Todo cambió. Ya no era posible la convivencia del anarquismo anticlerical, educado y casi inocente en su provocación, que hizo posible estar con los católicos y progres de izquierda y derecha de Cruz y Raya, falangistas como Alfaro, comunistas como Alberti, libérrimos como Maruja Mallo, inclasificables como Ramón o anarquistas como su amigo Herrera Petere. Cuando llegó la esperada República, Caneja se hizo anarquista, cenetista sindicalista y con su amigo Herrera Petere –que acabó muriendo en el exilio del paraíso soviético– hicieron una disparatada, anticlerical, taurina y provocadora revista: «En España ya todo está preparado para que se enamoren los sacerdotes».

«Llegó la guerra, el serio y joven Caneja dejó su anarquismo y se hizo comunista por amor»

No fue así, a los sacerdotes no les dio tiempo para el amor humano, a los contrarios no les dio tiempo para la reflexión ni la penitencia. El mundo a sangre y fuego todo lo trastocó. Todo lo retrasó y confundió. Llegó la guerra, el serio y joven Caneja dejó su anarquismo y se hizo comunista por amor. Su historia de amores y fidelidad con la hermosa joven Isabel le cambió la vida. Siguió por su peculiar camino del Partido Comunista. Había sido modelo de Balenciaga, siempre la llamaron sus amigos, «la chica Vogue». Era hermosa, animosa, lanzada, colaboraba en Madrid con el Socorro Rojo y se enamoró de aquél adusto sensible, del culto castellano, ya notable pintor, que era Juan Díaz Caneja. 

Por amor el pintor pasó de su anarquismo, de su anticlericalismo a ser el más creyente en la iglesia bolchevique. Uno de los que más le frecuentó, el entonces joven Juan Benet, decía de él en los años cincuenta que Caneja era el más «rojo de los rojos», pero algo debía fallar porque era su amigo, su querido y admirado enamorado y sobrio, el pintor de los campos del renacimiento, del paisaje de los colores de Castilla. Algo extraño, inasible había en ese gran pintor que pasó de las cárceles franquistas al reconocimiento y el apoyo de los franquistas cultos, que también los hubo. Caneja, después de Carabanchel, de Ocaña, se quedó en el «exilio interior».

Tuvo exposiciones, reconocimientos, premios y muchos amigos, desde Dionisio Ridruejo a los comunistas del «interior», de los falangistas a los descreídos. Todavía queda mucho territorio por explorar en la intrahistoria en el franquismo, en los artistas de la vanguardia del interior, en los clásicos del exilio y en todo ese tinglado que alguna vez hay que arrebatar a los fáciles relatos del buenismo progre.

Conocí a Caneja en el Café Gijón, ya no quería alargar sus presencias y siendo siempre amable no era fácil escuchar su opinión, siempre estaba por escaparse, pero paciente y amablemente esperaba y escuchaba. Hablaban Javier Villán, César Alonso de los Ríos –dos palentinos– hablaban Juan Benet, Pepe Esteban o su mujer, la siempre hermosa Isabel. Él seguía sabiendo callar aunque a veces no podía evitar una tímida sonrisa. Era respetado, querido y admirado.

«Un genio lleno de contradicciones, taurino y españolísmo, palentino en Madrid, ciego y feliz en la Unión Soviética»

Cuando ya nadie era «rojo», él seguía contumaz en su ceguera amorosa, como si todavía fuera aquél joven que se convirtió por amor y ya no pudiera cambiar su promesa de fidelidad. Enamorado de por vida, fiel como una paloma de esos palomares de sus tierras de campos. Un genio lleno de contradicciones, taurino y españolísmo, palentino en Madrid, ciego y feliz en la Unión Soviética, amante de Faulkner y la novela rusa, culto y discreto, simulador y sincero. Admirable, irrepetible pintor y ser humano que todavía sigue esperando ser «descubierto».

Hablo de él desde su tierra, en realidad lo que pretendo hacer, después de reconocer mis odios –que todos tenemos– lo que de verdad pretendo es seguir pensando en un amor como el suyo y el de Isabel. Cuando salió de la cárcel de Ocaña –no de Cuelgamuros como habían pretendido Paco Benet, Domingo Dominguín bon vivant de la izquierda– sus amigos se emborracharon en las tabernas para celebrarlo sin él. Con Chueca Goitia, los Benet y otros de los amigos de Caneja que gustaban de reunirse en El Coto, el jardincillo de la Bolsa, donde la «nobleza madrileña como nota de distinción bebían Gordon, dispensar whisky, tabaco rubio y encendedores Dunhill», como era muy caro para ellos se refugiaban en garitos menos pijos. Así lo hicieron el día de su «liberación», todo por el amigo, sin el amigo. Les insultó un poco, pero nada le importaba, lo de verdad importante era Isabel y su amor que duró una vida y más allá.

Paseando con su amada por la Calle de Bravo Murillo que estaba cerca de su casa en la que no había nada que llevarse a la boca, ni a la garganta, decidieron el paseo. Isabel vio como Juan se paraba con ojos de deseo ante un restaurante que exhibía un pollo asado en su escaparate. Un manjar fuera de su alcance. Ella quiso hacer que el deseo fuera realidad. Se inventó una excusa, le pidió que esperara un poco, que debía hacer una cosa y regresaría cuanto antes. Había visto Isabel una casa de empeños, cerca había un dentista. Se hizo extraer dos muelas de oro. Con el dinero obtenido se comieron el pollo con un vino de Valdepeñas. El más delicioso festín que recuerda. Tardó mucho tiempo en contárselo. El amor tiene esas razones poco razonables. Él fue siempre jubiloso con su «Jubilosa». El que lo probó lo sabe.  



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