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Rooney Mara y Ruizpalacios se estrellan en la primera gran apuesta fallida de la Berlinale

by Marko Florentino
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Pocas cinematografías tan activas, adictivas, atentas a todo, influentes y permeables como la mexicana, capaz a la vez de dictar las normas donde se decide casi todo (aquí, el trío formado por Cuarón-Iñárritu-Del Toro) y de inventar caminos rigurosamente nuevos (Reygadas o la salvadoreña residente en México Tatiana Huezo). Digamos que en el medio, entre el cine que busca público y el cine que se busca, se encontraría una figura como Alonso Ruizpalacios. Su primera película, ‘Güeros‘, de 2014, le descubrió como un fino y cabal estilista, un cineasta de actitud y gesto poético (y por ello, radicalmente político) empeñado no en resultados, sino en amplitudes. A continuación, completó la punzante e iluminada farsa ‘Museo‘ (2018) y, especialmente, ‘Una película de policías‘ (2021), una producción mitad documental, la otra mitad aún más real que la propia realidad. Era ficción, pero con una intensidad tan de verdad que dolía.

‘La cocina‘, con una estrella americana al fondo como Rooney Mara y con un planteamiento al menos tan radical como sus mejores trabajos, estaba llamada a ser, por así decirlo, su confirmación. Con todo el significado religioso que arrastra el término como sacramento que es. No se trata tanto de validación por lo que a los demás refiere, como de afirmación en la propia fe, la fe de cineasta. Amén. Y así lo consideró la muy pagana Berlinale, que es el festival que ha visto y premiado sus obras anteriores, dándole un lugar de honor en el desierto de honores que vive esta edición.

Pues bien, queda demostrado una vez más que cuando las cosas están de no salir, no salen. El gesto desmedido, la total ausencia de control y la actitud algo más que solo condescendiente hacia el espectador arruinan sin piedad el interesante, provocativo y muy arriesgado punto de partida. La idea es encerrar en el estrecho margen de la cocina de un restaurante en pleno Times Square neoyorquino todas las posibilidades de ser emigrante en el país más eminentemente de emigrantes. No es revolucionaria, pero sí (con perdón) suculenta.

La película arranca con la gramática de la calle. Tan cerca de la realidad que mancha. La cámara sigue a la aspirante a cocinera en un local más parecido a una trampa para turistas. No habla inglés, no tiene papeles, tampoco dinero. Se podría decir que su única posesión es su deseo incierto de acabar por poseer algo. Lo que sea. Lo que allí encontrará es una colección perfecta de seres idénticos, de emigrantes sin documentos, sin palabras, sin voz y muchos de ellos ya sin deseos.

Arrojados al ritmo frenético habitual -y ya bastante cansino, por cierto- de toda película entre los fogones que se precie (¿cuándo dejarán de venderse a sí mismos los chefs como máquinas de generar estrés?), La cocina cruza historias, cambia puntos de vista, intercala idiomas, interrumpe la narración para ofrecer el puntual relato de un sueño (tal cual) y, al fondo, muy al fondo, el misterio con aspecto de McGuffin de un robo de poco más de 800 dólares. Ruizpalacios lo quiere todo, y todo muy rápido. El drama de un grupo de gente atrapado en un trabajo basura cerca de la semiesclavitud convive con la comedia ruidosa, excéntrica y, a ratos, insoportable. Se trata de eso, de hacer daño. Y de la misma manera, todas las formas de gramática, de géneros y de gestos se relevan (y rebelan también) merced a una puesta en escena donde la cámara puede estar, literalmente, en cualquier sitio. Por supuesto, las interpretaciones son de todo menos contenidas. Aquí grita hasta la script.

El problema no es tanto la desmesura, pese a todos los problemas que genera de sobreexcitación, como la autocomplacencia. ‘La cocina’ apenas supera el discurso más evidente sobre evidencias sangrantes como la desigualdad, la explotación, la pobreza o el miedo a todo lo anterior. Sin embargo, el tono exhibicionista, la permanente sensación de estar descubriendo el mundo en cada plano y, como consecuencia, la falta de pudor acaban por arruinar buena parte de esa voluntad de romperlo todo que, la verdad, siempre resulta excitante.

No se puede negar que la jugada rondaba el suicidio y, como en todas las partidas en que todo se apuesta a un número, o se gana mucho o se pierde casi todo. Lástima. Cuéntese como primera decepción de la Berlinale y de algo más. Aunque también es cierto que, puestos a estrellarse, mejor a lo grande, contra el mismo cielo.





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