Mantiene Ryûsuke Hamaguchi (Kawasaki, 1978) que el mundo es absurdo, que, en ocasiones, no tiene sentido y que, cuando lo tiene, cuesta dar con él. Le falta claridad al mundo y quién sabe si buena intención también. «El mundo está lleno de misterio. De misterio y de absurdo. No sé si encontraré alguna respuesta mientras viva. Sospecho que viviré siempre con esta sensación», dice como contestación a una pregunta ya olvidada. El mecanismo de las entrevistas con traductor en medio no ayuda. Es más, se diría que no hace más que confirmar las sospechas sobre lo ilógico de lo que nos rodea del director japonés que hace un par de años adquirió fama internacional gracias a la obra maestra ‘Drive my car’ (ganadora del Oscar a mejor película internacional) y que ahora regresa a las pantallas con una nueva exhibición de talento de la mano de ‘El mal no existe’. Entre la cuestión, la traducción, la respuesta y la nueva traducción, todo se desvanece en un extraño monólogo retransmitido por zoom al menos tan disparatado como el mismo mundo.
Quizá la razón de tanto desconcierto haya que buscarla en la raíz misma de su último proyecto. Pocas veces una película nace para ilustrar una música que aún no existe. Ése es el origen de ‘El mal no existe‘. La música y compositora de la banda sonora de ‘Drive my car’Eiko Ishibashi le pidió al cineasta Hamaguchi unas imágenes para su próxima composición. «Como no había nada aún compuesto, decidí viajar donde vivía ella y filmar lo que me encontrara. Pensé que sería buena idea que fuera ella la que eligiera entre lo que lograra rodar», dice para explicar la más original de las génesis que jamás haya conocido película alguna. Cuenta el director que como ni siquiera sabía si se iban a escuchar los diálogos, prefirió centrarse en los movimientos y expresiones corporales de los actores antes que en el sentido del texto escrito. Y cuenta que, a medida que avanzaba, fue quedando claro que no era una sino dos las películas que merecía un proyecto tan singular: ‘Gift‘ (don o regalo) sería la película para la música y ‘El mal no existe’, la película para la película misma, aunque también cuente con la música de Ishibashi. ¿Absurdo? Digamos que diferente.
La película, pese a toda la abstracción que la rodea en su nacimiento, es quizá la más concreta, comprometida y hasta política de las producciones de un director siempre obsesionado con asuntos tales como la comunicación, el amor, los azares de la existencia y, llegado el caso, los enigmas de esa misma existencia y de ese mismo azar. Recorrer su filmografía tiene mucho de camino a tientas, siempre incierto y siempre al borde de todos los abismos, por las relaciones que somos capaces de forjar, deshacer y vuelta a recomponer entre amigos, entre desconocidos y entre amantes. ‘Happy hour’ (2015) era una epopeya casi eterna (cinco horas) de mujeres infelices. ‘Asako I & II’ (2018) daba la réplica en la forma de un drama romántico digno de su admirado Douglas Sirk sobre las infinitas y mutantes caras de la pasión. ‘La ruleta de la fortuna y de la fantasía’ (del mismo año que su obra más celebrada y premiada) componía una sinfonía en tres actos sobre lo que queda de la vida cuando desaparece la misma vida (léase el amor). Y así hasta llegar a la cinta que le otorgó el privilegio de la inmortalidad quizá. ‘Drive my car’ sigue siendo sin interrupción desde su estreno una cinta de una belleza casi insoportable que retrata muy cerca de la perfección el dolor de la ausencia.
Una imagen de ‘El mal no existe’.
«Solo entiendo el cine como una cuestión personal. Solo me siento capaz de hablar de asuntos que me son muy cercanos. Por eso me cuesta pensar que mi cine tenga algún mensaje. Pero, por otro lado, me preocupa la relación que mantenemos los humanos con la naturaleza y que en mi país está muy presente», dice. Y sigue: «La disyuntiva entre la naturaleza y la civilización es falsa. En verdad, este problema es una mala representación de nosotros mismos. Lo que hay que tener claro es que la civilización se asienta sobre la naturaleza. Es imposible entender una sin la otra. El problema es de equilibrio». Y una más: «Aunque palabras como ‘capitalismo’ y ‘medioambiente’ parecen grandes problemas inabarcables, son parte de nuestra vida cotidiana». La película arranca con un conflicto. Una empresa intenta construir un camping para disfrute de urbanistas en el corazón de una población rural pretendidamente intacta. ¿Es el turismo la última gran amenaza? «Como dije, es una cuestión de equilibrio. Y también el turismo requiere equilibrio».
Y hasta aquí está dispuesto a llegar el Hamaguchi más político.
El título de la película impresiona. Y si se le hace saber tanta impresión, sonríe. «En realidad surgió de manera muy natural. Vemos todo tipo de desastres naturales y tendemos a pensar que la naturaleza es esencialmente violenta y nos decimos que es, por tanto, mala. Y no es así. La maldad es una proyección que nosotros hacemos sobre lo que nos rodea. La maldad es cosa nuestra, la creamos nosotros. Y lo hacemos para dar sentido a nuestra angustia. En verdad, todo es mucho más misterioso. Y absurdo».
‘El mal no existe’ discurre sobre la pantalla como un extraño puzzle que solo cuando quiere, y muy avanzado el segundo acto, se recompone en una apariencia de orden. ‘El mal no existe‘ progresa, como ya es norma en el cine de Hamaguchi, entre largas conversaciones mantenidas en el interior de los coches («No hay fuerza dramática en un diálogo estático en un lugar cualquiera. Esto lo aprendí de Abbas Kiarostami»). ‘El mal no existe’ es una película que se recompone en la mirada del espectador en cada plano. ‘El mal no existe‘ concluye con una secuencia que es a la vez enigma y milagro. «Todos nos hemos encontrado en nuestras vidas con cosas inexplicables y absurdas», concluye. Y le creemos.