El experimento era sencillo. Burrhus Frederic Skinner encerraba a una paloma en una caja. Dentro, un botón. Cuando lo picoteaba, recibía una bolita de comida. Pero, acto seguido, la comida empezaba a aparecer solo algunas veces, sin lógica. Con el refuerzo absurdo, arbitrario e ilógico, las palomas enloquecían y desarrollaban comportamientos supersticiosos: giraban en círculos o movían la cabeza… convencidas de que el ritual provocaba la recompensa. Aturdidas, alejadas de todo estímulo real, creaban una especie de relato propio y, expectantes y desorientadas, se volvían adictas a picotear, devotas, idiotas, vulnerables… manipulables. Y es que, mucho antes que los spin doctors de Moncloa, Skinner entendió a las masas.
Probablemente Sánchez no ha leído a Skinner pero lo ha interiorizado. Reconozcamos que ha conseguido que su relación con la ciudadanía no sea dialéctica, sino conductista.
Cada aparición pública, cada epístola que desafía la lógica –pero es una bomba emocional– es equivalente a la bolita en la caja del laboratorio. Con independencia –o con desprecio absoluto– de la verdad, Sánchez aparece como el mago del condicionamiento operante que dispensa como nadie el espectáculo: premio para el obediente y castigo para el señalado. En su relato hay permanentemente un héroe –él, el resiliente– que reparte gratificaciones a quien «las merece». En su relato hay también siempre uno (o varios) villanos, que rotan según el ciclo: jueces, periodistas o empresarios, la extrema derecha, Bruselas… o incluso sus propias eléctricas. La clave de todo condicionamiento eficaz es, sin embargo, que recompensa y sanción no siguen nunca una pauta fija. Aparecen siempre arbitrarias. Lo justo para mantener –a unos por esperanza, a otros por miedo– a todos picoteando.
En los últimos años sin darnos cuenta hemos sido entrenados por este Gobierno como aquellas palomas. Cada vez que la dignidad institucional ha sufrido una erosión –el caso Koldo, el del tito Berni, el saqueo de mascarillas, el blanqueo de Bildu, los indultos sin autocrítica, la amnistía explicada como si fuéramos niños, los cambalaches del hermano o de Begoña–, Sánchez ha lanzado un premio: una carta lacrimógena, el anuncio de una subida del salario mínimo o de las pensiones, un bono para jóvenes, una paguita para ancianos, dinerito para algunas comunidades autónomas. Pero también, siempre, el presidente ha lanzado, velada o abiertamente, una promesa de castigo: para la ultraderecha, para los pseudomedios, para las universidades privadas, para las eléctricas.
Aplausos. Silencio. Miedo. Picotazo.
«Un Estado en el que la mentira no desgasta, sino que inmuniza; la exigencia de información no se respeta, sino que se castiga»
En este país, los desmanes, abusos e incoherencias no son ya una excepción, sino un método. Y la manipulación emocional, cada vez más sutil, parece haberse convertido en parte de la política de Estado. Un Estado en el que la improvisación no avergüenza, sino que se exhibe como audacia; la mentira no desgasta, sino que inmuniza; la exigencia de información no se respeta, sino que se castiga. Y la chapuza (como la del apagón) no se critica: se celebra.
El que cuestiona es un facha. El que calla –o jalea o contribuye a un TT teledirigido de Twitter– recibe doble ración de alpiste.
Pero no todo es culpa del domador. Ya es hora de interpelar a los que ni siquiera encuentran la jaula. Incapaces de generar estímulos propios, hay quienes se limitan a señalar la bolita del rival, esperando que alguien se indigne por ella. Con la excepción de algún golpe escénico –divina, sobre todo estéticamente, Ayuso el 2 de Mayo– o alguna réplica puntual, la oposición actual se comporta más como un espectador frustrado que como un contrapeso real. Ha renunciado a despertar a la ciudadanía. O no sabe. O no quiere. O ambas cosas.
La situación es crítica porque la docilidad se ha filtrado por todas las rendijas del sistema. Lo que Sánchez promulga en un plano macro –el relato como anestesia, la emoción como coartada, la impunidad como normalidad– se reproduce a escala meso y micro. Está en los despachos, en las redacciones, en los chats de trabajo, en las conversaciones de bar. Por muy extraño, absurdo o insultante que sea un evento, no se puede discrepar sin pedir perdón. Cada vez en más familias, como sucedía desde el procés en Cataluña, cuesta hablar de política sin miedo. Porque el peor de los condicionamientos no es el que se ve, sino el que te hace dudar de ti mismo. El que te susurra: «¿Y si el raro eres tú? Mejor no hables».
«La polarización asfixia la libertad y se está construyendo una sociedad domesticada, dócil, cobarde»
El problema no es solo la corrupción –tan antigua como la política–, ni su banalización, ni siquiera que el Gobierno haya dejado de distinguir entre el error y la infamia. El problema es más profundo: se está reprogramando el sentido común. La polarización asfixia la libertad y se está construyendo una sociedad domesticada, dócil, cobarde.
En el experimento de Skinner, las palomas acababan de dos formas: o se dejaban morir en la jaula por obsesión… o un día, simplemente, dejaban de picotear.
En democracia, no hay nada más peligroso que la indiferencia. Ni la ira, ni la crítica: el silencio. Esa certeza de que, haga lo que haga, ya no importa.
Tremendo. Habrá que reaccionar.