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Sánchez o la privatización del poder, por José Luis González Quirós

by Marko Florentino
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Nuestra democracia está envilecida porque su propia naturaleza política y representativa como forma de atribuir el poder y legitimarlo está siendo bastardeada por las formas en las que el poder se ejerce. Esto viene sucediendo desde que se admitió como normal que el Poder Ejecutivo puede hacer lo que quiera si tiene una mayoría suficiente, que ninguna ley previa limita su supuesta soberanía o que, como pretende el Tribunal Constitucional, al Gobierno le es lícito hacer todo lo que no esté expresamente prohibido. Este mal que se da de manera extraordinariamente grave en el Gobierno de Pedro Sánchez, en la medida en que trata de neutralizar cualquier institución capaz de controlar o revisar las decisiones del Ejecutivo, está afectando a la viabilidad, la maduración y la eficacia política de la democracia misma.

El Gobierno deteriora y deforma la democracia en España porque cree que arañar votos de cualquier especie hasta juntar un bote con posibilidades de éxito le otorga un poder absoluto, pero es que las democracias han sido siempre lo contrario de eso, sólo cumplen bien su función de apartar a los tiranos si existe diversidad de poderes y se respeta la libertad de los ciudadanos sin imponerles dogmas ni limitaciones mediante mentiras y trampas. Al actuar de ese modo, Sánchez privatiza de hecho la democracia, la convierte en su propiedad, le niega su carácter compartido.

El término privatización se usa de manera enfática por parte de ciertas izquierdas para descalificar que algunas funciones que el Estado se ha atribuido, con las razones que fuere, pasen a ser gestionadas por entidades o empresas privadas. Sin embargo, los mismos que claman contra toda clase de privatizaciones se cuidan muy mucho de evitar la privatización que tiene mayor importancia, la que se produce cuando los poderes y las agencias del Estado, se convierten en los actores exclusivos y excluyentes de cualquier política y reservan el ejercicio de esa actividad a un pequeño núcleo de dirigentes que tiene a sus corifeos sometidos a la más siniestra disciplina.

Cuando los partidos se atribuyen en exclusiva la legitimidad política, privatizan en forma efectiva la soberanía que compete al conjunto de los ciudadanos. Esto es lo que hacen con rara eficacia al clausurar cualquier cauce de participación, al rehuir cualquier forma de debate civilizado, tanto en la sociedad civil como en el seno de sus organizaciones, lo que implica atentar directamente contra su misión constitucional, pero todo atajo les parece poco para convertir a sus líderes en los únicos sujetos capaces de acción política.

Los partidos son esenciales en el funcionamiento de la democracia, pero sus desviaciones configuran un peligro nada menor que nos afecta porque desarticulan los hábitos esenciales en cualquier cultura basada en la libertad, y convierten la política en puro partidismo, en una búsqueda del poder y la victoria más allá de cualquier clase de razones y al margen por completo de los intereses reales y las aspiraciones legítimas de los ciudadanos. 

«La privatización de la política induce a pensar a las cúpulas del partido que solo ellos tienen la capacidad de proponer nuevas ideas»

El hecho de que los partidos tengan un carácter cerrado, en contraste con el conjunto de la sociedad y por oposición a sus rivales, crea un peligro esencial, que es el de que desvíen y corrompan la función representativa que les da legitimidad mediante un proceso de expropiación/apropiación de la soberanía que conduce a una auténtica privatización de la política. Por su innegable poder, los partidos pueden pasar de ser un instrumento necesario de la democracia a ser un cauce excluyente, a apropiarse de cualquier clase de resortes con capacidad política, lo que suelen hacer apoderándose por la puerta de atrás, y con el dinero de todos, de los medios de comunicación, de las empresas más influyentes y corrompiendo el carácter apartidista de las instituciones básicas.

De esta privatización surge una de las ideas más totalitarias que puedan concebirse y es el lema que expresa el convencimiento de que «el líder nunca se equivoca», que la culpa de sus errores la tienen los demás, y de ahí que exigir cualquier clase de justificaciones es algo que se reserve para aplicarlo al enemigo. La privatización de la política induce a pensar a las cúpulas del partido que ellos y solo ellos tienen la capacidad de proponer nuevas ideas, aunque, por lo general, se limiten a repetir los eslóganes más gastados que el mundo haya podido escuchar, las promesas más brumosas, las mentiras mil veces desmentidas.

Todo da igual cuando se es el propietario del partido, cuando se ha expulsado de la política a todo el mundo para que los más mediocres puedan presumir de su listeza y sean objeto de admiración por parte de las huestes a sus órdenes, siempre a la espera de mejor destino en la cucaña a la que solo ellos tienen acceso.

Una consecuencia especialmente grave de esta clase de procesos de privatización política se ha producido en la medida en que el problema catalán se ha convertido en un problema español al catalanizar la política nacional de una manera lamentable, lo que tiene su origen inmediato en el recurso del PSOE a los nacionalistas catalanes y vascos para cambiar su apoyo en Madrid por promesas más o menos viables. Pasó con Zapatero y está pasando de manera escandalosa con Sánchez. Zapatero estuvo dispuesto a conseguir que una idea distinta de España (como si España fuese una ocurrencia) se abriera paso dando a Cataluña lo que el PSC pidiera para poder ser más catalanista que los herederos de Pujol.

«El Gobierno funda su mayoría parlamentaria en una alianza con partidos que terminarían de un plumazo con la unidad nacional»

El experimento no ha podido salir del todo adelante porque es inicuo y disparatado y hasta Sánchez, en su momento, estuvo enfrente, pero las circunstancias políticas hicieron que el propio Sánchez, metido en una crisis electoral de caballo, empezase a dar por buena la fórmula de Zapatero no ya con ERC sino con los herederos cabreados y ofuscados de Pujol, con Puigdemont, con quien haga falta para seguir en Moncloa.

Así llegamos al momento presente en que el Gobierno español funda su mayoría parlamentaria en una alianza con partidos que, de ser posible, terminarían de un plumazo con la unidad nacional que es un principio que los condena a ser menos importantes de lo que creen merecer. No pueden hacer que el mundo entero reconozca su independencia y que España se resigne a perderlos de vista, pero pueden mantener al presidente español en un régimen de libertad vigilada bastante peculiar y en eso estamos.

El Gobierno de Pedro Sánchez depende de forma lastimosa e indigna de quienes, si pudieran, harían que España no existiese, de poco más que siete votos envenenados, una situación absurda y penosa que se trata de disimular con toda clase de tretas, con falsos datos acerca de nuestra prosperidad y de la normalización catalana, con continuas presentaciones rimbombantes de planes vacíos. Asistimos así a la enorme paradoja de que la privatización del poder en la que se ha empeñado Sánchez le está convirtiendo de hecho en el presidente del Gobierno con menor capacidad de tomar decisiones, nada tiene de raro, por tanto, que sus huestes y allegados se dediquen al pirateo desorejado a la vista de que no les cabe la menor iniciativa política digna de tal nombre.



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