El Gobierno es el «lobito bueno» del poema de José Agustín Goytisolo al que maltratan todos los corderos. Es un guion que se repite desde hace siete años, pero que han forzado hasta la náusea en las últimas semanas según se multiplicaban las crisis que asedian a Pedro Sánchez. Siempre es lo mismo: el Gobierno infla los éxitos, incluso hace historia cada semana, pero nunca se hace responsable de sus fracasos y además se presenta como una desvalida víctima perseguida por la ultraderecha, los ultrarricos, los sabotajes o las circunstancias.
El apagón eléctrico, las permanentes averías en Renfe, las investigaciones de los jueces sobre los familiares más próximos de Pedro Sánchez, la publicación de los mensajes de wasap del presidente con el exministro José Luis Ábalos, y hasta los chinches del aeropuerto de Barajas. Todo forma parte de la misma mano negra, de la misma conspiración para intentar derribar al gobierno de «coalición progresista» y hacer daño a su augusto presidente.
Pero tanto va el cántaro a la fuente, que los guionistas de la Moncloa se están quedando secos. Están reiterativos, espesos, han perdido originalidad y frescura y ya no sorprenden. Desde la fachosfera, los pseudomedios, los bulos y el fango, no han vuelto a dar con ningún eslogan pegadizo. El «lobito bueno maltratado por todos los corderos», no da para más. Hasta los más adictos y animosos tertulianos, que tantas veces mejoran los discursos de los portavoces gubernamentales, deben sentir fatiga y otros trastornos estomacales con la ración de rancho cuartelero que se ven obligados a ingerir cada mañana.
Es lo que ha ocurrido de nuevo con la publicación de los wasap de Abalos. En horas ya todos sabían que se había cometido un delito y además habían fabricado un presunto sospechoso de la filtración: la Unidad Central Operativa (UCO), precisamente el órgano de la Guardia Civil que al principio de la investigación sobre Begoña Gómez fue repetidamente elogiado por el Gobierno y sus cheerleaders como fuente de autoridad para exonerarla de cualquier responsabilidad.
Todo suena a una fingida atmósfera de ruidos y aspavientos para desviar la atención del principal sospechoso: los apuros judiciales de Don José Luis Ábalos. Si el disfrutón exministro algún día sufre una conversión mística y encuentra el camino del Señor y de la confesión, cuántos best seller podría escribir contando todos los detalles del episodio de Delcy Rodríguez en Barajas, del rescate de Air Europa, de la ofensiva para acabar con los barones rebeldes o de otros asuntos hasta ahora inéditos. Y eso es lo que debe preocupar, porque como escenificó en su trágica rueda de prensa de febrero de 2024 cuando fue apartado del PSOE, Ábalos no tiene a nadie, se enfrenta a todos y como ya ocurrió con Bárcenas, que tampoco quería ir a la cárcel, los desahuciados se resisten a ahogarse solos.
Tampoco los tres principales tenores del Gobierno, los dos Óscar y Bolaños pasan por su mejor momento. Al de Valladolid los españoles le pagan únicamente para que funcionen los servicios que dependen de su Ministerio, pero como no sabe o no puede, se dedica al activismo del Twitter y a despejar su responsabilidad sugiriendo oscuras tramas de sabotaje que en horas son desmentidas por los informes de la Guardia Civil e incluso de la propia ADIF.
A su tocayo al que la oposición se refiere con retorcida intención como «Óscar Paradores» tampoco le luce mucho mejor. Llegó al cargo con muchas ganas de hablar y eso es principalmente lo único que hace, pero tener que salir a defender cotidianamente a la familia imputada o procesada del presidente no es la mejor promoción para crecer electoralmente en la Comunidad de Madrid. Y luego está Bolaños, el ministro de los tres poderes, que cada miércoles convulsiona y cambia de color como un semáforo, cuando es interpelado en el Congreso por Cayetana Álvarez de Toledo.
Todos los finales de ciclo se parecen mucho. Llega un momento en el que se agota la suerte, envejecen los relatos y desaparece la famosa «baraka» que durante un tiempo siempre acompaña a los presidentes. Es ese momento en el que casi nada funciona ya y los trucos que antes eran útiles para defenderse y atacar, se vuelven en contra. Entonces solo queda la trinchera, la defensa del poder a dentelladas, sembrar la vida política de barricadas y de francotiradores que disparan permanentemente contra los medios de comunicación que no son dóciles y los jueces que investigan al Gobierno.
Es un déjà vu por el que ya hemos pasado antes. Los más veteranos recordarán al ahora venerable Felipe González y a todo el aparato socialista atacando, incluso personalmente a Marino Barbero, el juez que en los años 90 del siglo pasado se atrevió a ordenar el registro de la sede de Ferraz durante la investigación del caso Filesa por el que finalmente el PSOE fue condenado. Pero también a Mariano Rajoy cuando en 2009 (todavía en la oposición), acompañado por toda la cúpula del partido, aseguró profético que la Gürtel no era una trama del PP, sino una trama contra el PP.
Con diferencias, con matices, casi siempre es lo mismo: todo el poder tiende a perpetuarse, se resiste a su desalojo y trata de romperle las piernas a quien lo cuestiona. Además, siempre hay por medio cuerpos policiales y uno o varios jueces a los que se calumnia y denigra para que desistan. Esa es la sempiterna batalla del Estado de derecho, defender como un fuerte la independencia de las instituciones y hacer valer los principios de la ley frente a los aventureros ocasionales de la política que aspiran al poder absoluto de los reyes medievales. Y es que los lobitos buenos, las brujas hermosas y los piratas honrados sólo existen en los argumentarios del Gobierno y en la poesía de Goytisolo, cuando «soñaba un mundo al revés».