Si el futuro somos nosotros, basta un apagón general para saber que ya no hay nada detrás. O que es mejor no mirar: recuerden a la mujer de Lot. No future, cantaban los Sex-Pistols. En las islas cantamos otras cosas: tardó en llegar la pandemia y esta vez no se fue la luz, sólo móviles y televisión. Lo que para algunos supondría una pérdida, para nosotros fue bueno: recuperamos una de las virtudes de la insularidad: el margen, la distancia, tan necesarios ahora como el silencio que se instala en las casas cuando el ruido se apaga o rompe. Un silencio que ya es antiguo –y fue nuestro– y otros lo venden, ay, como lujo.
Pero la realidad está ahí para todos, como el futuro que ya no. No es sólo el apagón (lean la novela precursora: The night, del escritor venezolano Rodrigo Blanco Calderón y pregúntenle qué pasó después en Caracas). Cantemos, pues, con Radio Futura: «El futuro ya está aquí» y no es lo que nos habían contado. Ahora los coches eléctricos se incendian y las llamas no cesan, aunque metas el coche en una piscina –dos muertos, bomberos, ya en su haber en España–. Y cuando lo sacas del agua, el automóvil continúa ardiendo: lo hace desde abajo, con tesón extraterrestre. Y si nos metemos en casa para no tropezar con un coche en llamas, resulta que las encimeras de las cocinas modalidad placas de inducción producen silicosis. Como las minas de carbón o el regreso de la revolución industrial mientras guisamos unos espaguetis y nos acordamos de Dickens, que nunca los guisó.
Pienso en esas cosas cuando veo los siniestros campos de placas solares y cálculo, es un decir, la chatarra contaminante que serán de aquí a diez años. De momento parecen agujeros negros y mejor no acercarse a ellos: se lo comen todo, los agujeros negros. Porque aquí, algo o alguien se ha comido la energía eléctrica durante un día y seguimos silbando mientras contemplamos el aire: nadie sabe nada. Y mira que era energía, la que desapareció. Eso sí, del cónclave cardenalicio estamos enteradísimos. Una cadena titula su reportaje con la horterada de A tope con el Cónclave y tan frescos; un telediario pregunta a los cardenales como si fueran actrices recién llegadas a la alfombra roja y tan frescos: el apagón general.
Corremos el peligro de acabar viviendo en un paisaje de Ballard. Quizá lo estemos haciendo ya sin saberlo y lo que no, sólo sea una distracción para aminorar la vertiginosa velocidad del tiempo ya sin tiempo: un mar de placas solares estropeadas y amontonadas, como el negativo de un paisaje de Caspar Friedrich y a perder la energía eléctrica como el heredero que perdía alocadamente su fortuna en el casino. Qué listos somos mientras preparamos nuestra casita autónoma y domótica: nadie podrá con nosotros. Leímos Los tres cerditos, pero ahora son muchos los lobos y el ladrillo sólo es un negocio cubierto de placas solares.
«La solución será llamar a Sherlock Holmes a ver si él encuentra por dónde y por qué se fugó la energía misteriosa»
No podemos escaparnos ni creyendo que lo hacemos, sea en una isla o en Finisterre. Tengo un móvil analógico y sólo desde hace 12 años. Antes viví sin móvil. Cuando los usuarios de digitales lo observan con –relativo– asombro (o cachondeo) y comentan, señalándolo, que «esto es lo mejor», me pregunto por qué no sustituyen su aparato, pero en fin. Viene esto a cuento porque siempre he creído que mi móvil estaría a salvo de cualquier desastre galáctico, incendio solar o fundido de la red, precisamente por su primitivismo. Y efectivamente, en la mañana del apagón, mientras los digitales desaparecían, aguantó como un jabato. Pero sólo lo hizo un par de horas. Por la tarde pasó a engrosar las filas del colapso general y eso que en las islas teníamos luz eléctrica. La solución será llamar a Sherlock Holmes a ver si él encuentra por dónde y por qué se fugó la energía misteriosa, no sea aparezca de golpe por la chimenea de nuestras casas.