No me gustan por lo general las películas que tratan de criticar o demostrar algo, por muy santos que sean sus propósitos pedagógicos. No me gustan los sermones edificantes fuera de la iglesia y por si acaso a la iglesia nunca voy. Hago excepciones, claro, para eso están las reglas, y nunca renunciaría a Esta tierra es mía de Jean Renoir, ¡Qué verde era mi valle!, de John Ford, Missing, de Costa-Gavras, o Arde Missisipi, con el genial Gene Hackman. Entre otras…
Pero, en cambio, me gusta mucho encontrar lecciones o sátiras sobre sucesos actuales en películas que se hicieron mucho antes de que ocurrieran y que, por tanto, no tienen intención directamente aleccionadora. Por ejemplo, no sé, Quo vadis? como admonición sofisticada contra el papa Francisco y su Vaticano, Javier Cercas incluido. Cosas así. Lo divertido y hasta emocionante de estos descubrimientos es que llegan con un fulgor súbito, deslumbrante, como cuando se logra ver por fin el perfil de un rostro o un objeto escondido en un paisaje a modo de acertijo.
La otra noche, gracias a mi fidelidad a los programas de clásicos de la tele, encontré que ponían Sopa de ganso. La he visto tantas veces que no ya es que me la sepa de memoria, sino que los chistes que la salpican me parecen míos. Me río antes de oírlos… Empecé a verla, disfrutando como siempre, y de pronto me fulminó una revelación, algo parecido a lo que debió derribar de su caballo a Pablo cuando iba camino de Damasco. Solté un estentóreo berrido que hubiera puesto en estado de alarma a mis vecinos si no se hubieran mudado todos ya a otros domicilios para huir de mis extravagancias: ¡Trump! ¡Donald Trump! Ahí estaba, en efecto.
Pongámonos en situación. Los expertos aseguran que Sopa de ganso es la mejor película de los Marx: a mí me gustan todas las que hicieron, pero estoy dispuesto a asumirlo. Por primera vez, contaron con un director a su altura, el genial Leo McCarey, que ganó tres Oscar. McCarey tenía gran olfato para lo cómico (a él se le ocurrió juntar a dos payasos baratos, Oliver Hardy y Stan Laurel, para lograr una pareja inolvidable) y tomó la decisión revolucionaria de suprimir los números musicales de los famosos hermanos (el piano de Chico, el arpa de Harpo), dejando solo algunas canciones de Groucho con letras muy divertidas.
Les recuerdo el argumento: en un país imaginario -Freedonia, o sea Libertonia- patria de los libres y los valientes como otro que yo me sé, se fuerza un cambio de gobierno. Una dama multimillonaria (la insuperable Margaret Dumont, quinta hermana honoraria de los Marx) se ofrece a salvar a Freedonia de la quiebra con su dinero siempre que se ponga al frente del país a su admirado Rufus T. Firefly, que es nada menos que Groucho. Conspira contra esta elección el embajador Trentino de la enemiga Sylvania, que también aspira por hacerse con los favores matrimoniales -o sea económicos- de la rica señora. Trentino es el estupendo Louis Calhern, aquí en un papel cómico creo que único en su carrera. Tiene a su servicio a dos digamos espías, Chico y Harpo, cuyas habilidades no compiten precisamente con las de James Bond. Como trasfondo, la guerra entre Feedonia y Sylvania, una y otra vez aplazada y de nuevo provocada por agravios perfectamente equívocos.
«Nada más llega a la cima del poder, Rufus T. Firefly (Groucho Marx) se desborda en la creación del puro caos»
Nada más llega a la cima del poder, Rufus T. Firefly se desborda en la creación del puro caos, sin permitirse el mínimo asidero en el sentido común, aunque siempre siguiendo una implacable lógica marxiana. En la primera declaración de su programa que canta Groucho a sus recientes súbditos, con sus habituales zapatetas y manoteos casi flamencos, ya les indica lo que se les viene encima: «Si hasta ahora creen haber estado mal, esperen a ver lo que yo les traigo». Pero el escuadrón de majaderos que incluye a todas las fuerzas vivas aunque ciegas del país corea las coplas de Groucho como si les prometiera el paraíso.
Ya sea cuando preside un tronchante Consejo de Ministros como cuando participa en el juicio por traición al que someten a Chico, o en sus pugnas «comerciales» con el desventurado vendedor callejero que se cruza en su camino, Rufus T. Firefly demuestra su insuperable capacidad de poner patas arriba todo lo que toca. Eso sí, todas sus barrabasadas concluyen cantando el estribillo del himno de Freedonia, algo así como Make Freedonia great again. Y ninguna de ellas hace que disminuya la confianza entusiasta que su protectora millonaria deposita en él. Sus arbitrariedades divertidísimas le enfrentan tanto a sus partidarios como a los enemigos sylvanos, lo que desemboca finalmente en una guerra en la que afortunadamente sólo hay muertos pero de risa.
Me cuentan que la película The apprentice, centrada en la formación juvenil de Trump, está bien hecha y no lo dudo. Pero aun sin verla, prefiero a los Marx: no perdamos la ocasión de reírnos de Trump, ya que no tenemos más remedio que soportar su patosa arrogancia. La expresión «sopa de ganso» en argot significa «pan comido», fácil de hacer: hasta en eso se corresponde con la suficiencia imbécil del presidente americano, que deseo fervientemente que arruine su país en lo material como ya lo ha degradado en lo moral, aunque lo paguemos todos.
Otro paralelismo: cuando se estrenó Sopa de ganso, Mussolini prohibió la película en Italia porque se vio reflejado en ella (lo que entusiasmó a los Marx). Lo cual demuestra que Trump no es fascista porque le falta cultura para eso.