Una señora muy mayor lloraba en el portal. Había bajado a comprar verduras para hacer un guiso. A su vuelta, el ascensor no funcionaba. Llevaba un rato pulsando el botón y nada. Se apoyaba en la pared, le costaba estar de pie. Subir andando no era una posibilidad para ella, camina con dificultad y vivía en una de las últimas plantas. Miraba desolada hacia la calle, buscando una explicación que no llegaba. Era como si se hubiera extraviado en su propia cotidianidad.
Como esa mujer, cientos de miles. Algunos atrapados en un metro o en un tren o en un atasco. Otros incapaces de recoger a sus hijos del colegio. Respiradores, bombas de agua, negocios cerrados, entregas imposibles. España fue una suma de pequeñas tragedias. Nada más legítimo que el miedo. A nada estamos más apegados que a nuestras rutinas, a eso que llamamos normalidad.
Algo falló. Algo público. Algo de todos. Algo que pagamos. Algo que pagamos para que no sucedan estas cosas. Pero sucedieron. ¿Y quién se responsabiliza? ¿Quién se encarga de que no vuelva a pasar? ¿Quién trabaja en este país para la ciudadanía y no para sí mismo? ¿Quién le explica a la señora de las verduras, o a las familias de los fallecidos, o a los autónomos y empresarios que han perdido dinero, a los que se les ha estropeado la comida que servían, a los que han llegado tarde a sus compromisos… que «bueno, son cosas que pasan»? Al tercer día, la presidenta de Red Eléctrica, Beatriz Corredor, dijo en la SER, literalmente: «No ha fallado nada», entiendo, por bondad, que en la parte que le compete. Y ni aun así.
Cuando la política falla, es nuestra dignidad la que está en juego. Hoy, apenas unos días después del apagón, después de la desconexión, del desinterés, del miedo, nos encontramos en las redes y en algunos periódicos, especialmente sentimentaloides y laxos, palazos y palazos de bondadismo. ´To er mundo é güeno´, como la película de Manolo Summers. Terrazas llenas, guitarritas y bailes. Vivimos más en los demás que en nosotros mismos. No ponemos la mirada en los vulnerables, en el daño, en el dolor de un evento así, sino en la capacidad del ser humano de habitar la catástrofe. Cuando son otros los que gobiernan, el enfoque hubiera sido menos melifluo, más áspero, menos jovial, más apegado a la realidad.
Porque, en situaciones así, y los políticos lo saben, casi todos vamos a contestar con civismo, prudencia y siempre habrá quien lleve caldo caliente en la madrugada. Transistores y amabilidad. Faltaría más. Somos lo que somos. Civilizados, educados, generosos y, salvo un puñado de idiotas, tratamos de ayudar siempre en la adversidad.
La labor de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, de los sanitarios, de los maestros… eso es algo casi inherente a su trabajo y a su vocación de servicio. El resto de la gente hizo lo que sabe hacer: seguir. Vencer sus temores. Refugiarse en la familia, en los amigos, en los vecinos… Pero esto va de otra cosa, esto va de pagar nuestros impuestos, cumplir con nuestras obligaciones, comportarnos de forma cívica, para que estas cosas no sucedan nunca. Cuando un gestor público usa las emociones para hablar de sus obligaciones, es que ha incumplido estas últimas.
La noticia no debería ser lo generosa que puede llegar a ser la gente en contextos ingratos. La noticia es: ¿por qué España se quedó sin luz? ¿Por qué se tensó a la población de esa forma? ¿Se pudo evitar? ¿Se alertó de que este problema podría suceder? ¿Quién o quienes se equivocaron y cómo van a pagar su error? Los grandes problemas hay que tratarlos con adultez. Para eso nos educaron, para poder mirar hacia arriba y no hacia el suelo.
El final de esta historia no debería ser «lo rápido que recuperamos la luz», no puede ser ese el cierre de este episodio angustioso y único. Os pongo un ejemplo pedestre: alguien te pide que, a cambio de un buen dinero, le cuides un delicado y carísimo jarrón. Tú, por torpeza o incapacidad, lo tiras al suelo. Cuando quien te hizo el encargo, que es la ciudadanía, viene a reñirte, te encuentra barriendo el jarrón. Y tú, para justificar la rotura, dices: «Mira, mira qué bien estoy barriendo los pedazos. No se había barrido este jarrón así de bien nunca en la vida». ¿Qué merito tiene recoger lo que tú has roto? ¿Por qué se está celebrando esto?
Ya recuperada la electricidad, el propio lunes, compartí en X: «’Quedarnos sin luz ha sido una buena oportunidad para reflexionar sobre la vida de prisas, dependencias huecas y vínculos artificiales que tenemos y retomar la senda de los afectos y los cuidados, del tacto y de la lectura’ o alguna mierda así nos venderán mañana en algún lado». Y creo que equivoqué en poco. Tenemos esa tendencia a buscar el lado positivo de que este país no funcione. El lado positivo de que nos tomen el pelo. El lado positivo de que la dignidad ciudadana también esté sufriendo su propio apagón.
Pedro Sánchez no gestiona lo sucedido, sino el impacto comunicativo de lo sucedido. No trabaja con la verdad, sino con su visión de la verdad. No busca soluciones, busca titulares. No se esfuerza en los demás, sino en sí mismo. Algún día esto pasará, y la dignidad colectiva quedará con cicatrices. Habrá quien, como ahora, baile sobre las tumbas. Habrá quien beba cañas a la luz de las velas. Lo que toque en cada momento. Porque son tiempos extraños, donde la irresponsabilidad de los que mandan se construye con la bondad de los que los sufren.
Pero creo que este país está preparado para conocer la verdad, sobre esto y sobre todo, y abordar las situaciones complejas con entereza, y no dejar que se diluya su dignidad, y ser justos o injustos una vez que hayan recibido la información, y votar y opinar y posicionarse sin tutelas ni paternalismos. Pasó la pandemia, la dana, la ley del sí es sí, los casos de corrupción, el aumento del gasto militar, el apagón… y los ciudadanos cada vez están más lejos y los políticos cada vez están más cómodos.
No hay coreografía, ni aplauso, ni canción, ni meme que pueda aliviar la angustia, la incertidumbre y el dolor que ha causado este evitable y terrible apagón.