El pasado jueves, en un tenso Consejo de Ministros convocado de urgencia, Elon Musk se enfrentó a varios miembros del gabinete por su resistencia a despedir funcionarios. Donald Trump acabó pidiendo que la reducción de la Administración federal fuera más quirúrgica. En lugar de la célebre motosierra de Musk, deberán emplear un bisturí. Musk accedió a vestirse de traje y corbata para la ocasión, pero al final no supo evitar la confrontación con varios ministros. Chocó especialmente con Marco Rubio, responsable de Exteriores; con el ministro de Transportes, por la contratación de controladores aéreos; y con el titular del Departamento de Veteranos, un feudo clave para el trumpismo.
El mundo espera el próximo episodio de esta batalla, que promete ser tan espectacular como los anteriores. Sin embargo, Trump parece haber atribuido las decisiones de recorte a sus ministros, relegando al personal de DOGE —el departamento especial a cargo de Musk— a un papel de más de asesoría o auditoría de gestión.
Resulta revelador que, durante la reunión, Musk insistiera en que su historial empresarial —tras haber creado y reestructurado varias grandes compañías— le convierte en la persona más capacitada para reformar la administración pública. Musk ha creado y revolucionado sectores enteros. Sus logros son notables, y sus métodos igual de radicales.
«Es dudoso que Musk acepte el rol de auditor general que Trump acaba de asignarle, una función poco ejecutiva que nunca ha estado dispuesto a asumir en su actividad empresarial»
Pero sus competencias y estilo de gestión plantean la duda de hasta qué punto son aplicables al ámbito público. Podría estar alcanzando su nivel de incompetencia, en una ilustración más del viejo Principio de Peter. Este fenómeno es frecuente en organizaciones donde los ascensos se basan en el rendimiento previo sin evaluar si el nuevo puesto requiere habilidades distintas. Un médico no se convierte siempre en un buen gerente de hospital, ni un ingeniero brillante en un buen director general. Si una organización asciende empleados sin evaluar su idoneidad, puede acabar dirigida por incompetentes: todos escalan hasta alcanzar puestos que no saben gestionar.
Esta disfunción también se manifiesta en la política cuando se trasladan personas entre niveles sin considerar sus diferencias estructurales. En particular, empresa y gobierno obedecen a lógicas organizativas distintas y requieren competencias gerenciales que no siempre son transferibles. Muchos indicios apuntan a que el Principio de Peter afecta tanto a Musk como al propio Trump. Ambos llegaron al poder impulsados por sus logros previos, pero su gestión pone en evidencia las dificultades para aplicar fórmulas empresariales y mediáticas en la administración y la política.
Estos líderes disruptivos como Trump —a menudo rodeados de colaboradores igual de disruptivos, como Musk— acceden al poder porque muchos votantes consideran que los políticos profesionales han fracasado. Su ascenso responde a una apuesta consciente, aunque inestable: la disrupción es el precio que muchos votantes están dispuestos a pagar para salir del bloqueo y romper el círculo vicioso en que creen que ha caído la política tradicional.
El ser outsiders les da credibilidad y eso facilita su acceso al poder, pero también supone un lastre para gobernar con eficacia. Su éxito en el ámbito privado refuerza la percepción de que serán eficaces en la gestión pública. Sin embargo, no hay garantía de que esas habilidades sean aplicables. Trump aplica a la política su lógica empresarial y mediática, con un enfoque transaccional que genera incertidumbre entre aliados y rivales. Sus amenazas de retirada de la OTAN o la renegociación abrupta de acuerdos comerciales han debilitado la confianza en Estados Unidos como socio fiable. Musk, por su parte, traslada a la Administración sus estrategias de gestión privada, ignorando la complejidad y los contrapesos del sector público.
Pero el problema no es solo de competencia, sino de equilibrio. Reestructurar el aparato estatal implica encontrar una estabilidad precaria entre la transformación y la disrupción. La reunión del jueves marca un posible giro hacia un equilibrio menos disruptivo, como quizá también lo hacen diversos movimientos recientes en otros ámbitos, como conceder exenciones arancelarias o reanudar las amenazas a Rusia.
En el ámbito interno, reducir el sector público ha sido un desafío recurrente que ha frustrado incluso a gobiernos reformistas como los de Reagan. Para intentarlo, Trump dotó a su gabinete de una estructura más que inusual: además de Hacienda y los ministerios de gasto, ha creado un Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) con poderes indefinidos y lo ha puesto en manos de un maverick temible como Musk.
La disrupción es estructural, pues el propio diseño lleva a que colisionen las competencias de DOGE tanto con las de los ministerios como con las de Hacienda. Es lógico que genere todo tipo de tensiones. Pero son precisamente esas tensiones las que le pueden dar alguna esperanza de éxito, si con ellas se consigue equilibrar de forma productiva los intereses contrapuestos de DOGE, en reducir gastos, y los de los ministerios, en mantenerlos.
Las incógnitas son muchas, obviamente. Por un lado, la voluntad real de los ministros de racionalizar sus departamentos y la capacidad de resistencia estructural que estos son capaces de ejercer. Por otro lado, es dudoso que Musk acepte el rol de auditor general que Trump acaba de asignarle, una función poco ejecutiva que nunca ha estado dispuesto a asumir en su actividad empresarial. Al contrario, en sus empresas ha apostado por mandar y, cuando no lo ha conseguido, ha vendido sus acciones. Sería deseable que esta vez no abandonara, porque es precisamente ese conflicto con los ministerios de gasto lo que puede equilibrar el balance de costes y beneficios, un equilibrio inestable pero imprescindible para redimensionar eficientemente el sector público.
