El pasado jueves, un jurado popular declaró culpable a Donald Trump de los treinta y cuatro cargos que enfrentaba. Todos ellos, relacionados con los pagos con los que el magnate intentó comprar el silencio de la actriz de cine para adultos Stormy Daniels. Al expresidente y de nuevo candidato para las elecciones presidenciales de noviembre le esperan todavía tres causas penales más, y de mayor calado, pero la condición de convicto de Trump ya sitúa a Estados Unidos ante una posición sin precedentes. La democracia americana ha sido uno de los paradigmas en los que se han mirado todas las sociedades libres del mundo desde hace más de un siglo. El asalto al Capitolio en 2021 y esta resolución del jurado demuestran, con toda claridad, el debilitamiento de una arquitectura institucional que afronta una crisis sin precedentes.
La culpabilidad de Trump, y el calvario judicial que le espera son pruebas evidentes de cómo las democracias pueden colapsar y de cómo un sistema de partidos bien engrasado y el proceso de selección de las élites de un país pueden acabar fallando. Que el Partido Republicano, uno de los dos pilares sobre los que asienta la democracia estadounidense, no haya sido capaz de brindar a la sociedad americana un candidato mejor que Trump constituye un inequívoco fracaso civil. Es inaudito que alguien con un historial como el del multimillonario neoyorkino pueda convertirse en candidato, o incluso en presidente, en un país con la tradición política y liberal de los Estados Unidos de América.
La nueva condición del expresidente abre paso a un escenario plagado de incertidumbres. Aunque es improbable que el expresidente acabe en una celda, aún queda por conocer cuál es la pena le impondrá el juez. Sea cual sea, el líder republicano podrá concurrir a las elecciones de este otoño y no es ni siquiera descartable que su recién estrenada culpabilidad judicial pueda granjearle una mayor popularidad y un impulso electoral. Las democracias mediáticas tienen resortes imprevisibles y lo que en otro momento habría supuesto una inequívoca censura pública, en nuestros días puede acabar convirtiéndose en una ventaja competitiva para Trump.
Pese a todo, la crisis política e institucional americana, a la que, por cierto, tampoco es ajeno el Partido Demócrata, sigue dando algunos motivos para la esperanza. Que uno de los hombres más poderosos del mundo sea juzgado de forma imparcial y a través de un proceso independiente es la mejor prueba de que los regímenes democráticos pueden encontrar soluciones para sus peores defectos. La agresiva reacción de Trump al veredicto, acusando al juez y descalificando a los fiscales, no ha sorprendido y reproduce la habitual coartada de la conspiración que hemos escuchado en otros contextos. Ya sea en Estados Unidos, en Argentina y por supuesto en España, cada vez que se establece la culpabilidad de un político, o incluso si sólo se le concede la condición de investigado, se intentan detonar teorías del ‘lawfare’ o supuestas persecuciones motivadas por la rivalidad política. La condena de Trump demuestra el declive de una sociedad que es capaz de convertir en presidente a una persona con un perfil sumamente extravagante. Pero, a pesar de todo, el juicio a Donald Trump ejemplifica una garantía que es esencial en toda democracia: que cualquier persona, sin importar su relevancia política, tenga que comparecer ante la ley en las mismas circunstancias en las que tendría que hacerlo hasta el último de los ciudadanos.