La opinión pública necesita información para poder precisamente conformarse de forma libre y servir de garantía al desenvolvimiento del Estado democrático. Asistimos a un debate, sin embargo, que para los no juristas (también para ellos) resulta confuso. La Fiscalía, los jueces, los partidos políticos, diversos tertulianos, medios de comunicación, la academia… se pronuncian con contundencia, una vez más, en cuestiones tan graves como la que se dilucida en si existe o no un delito de terrorismo con relación a los acontecimientos que rodean las actuaciones del Tsunami Democràtic en las protestas de 2019 contra la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés independentista. ¿A quién creer?
Los debates no son cuestión de fe en una determinada institución (judicial, fiscal…), o persona particular, sino de argumentos. Me voy a concentrar sólo en la información disponible a través de la nota de prensa del portal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que resume por qué la Sala Penal del Tribunal Supremo entiende que se trata de terrorismo en esa fase todavía muy inicial de abrir una causa penal al respecto que afectaría al expresident y eurodiputado Carles Puigdemont.
El argumento principal del Tribunal Supremo en el Auto se remite a la nueva definición de terrorismo que a partir del año 2015 (por la Ley Orgánica 2/2015 que modifica el Código Penal) exige sólo dos elementos para que se dé un tal delito: una conducta delictiva base de cierta gravedad (matar, lesionar, secuestrar…) y una finalidad especial, particular, a la que debe dirigirse aquella (subvertir el orden constitucional, alterar gravemente la paz pública, provocar un estado de terror, desestabilizar una organización internacional…).
Lo más relevante de la citada reforma no fue tanto afirmar que se tengan que dar esos dos elementos, sino el hecho de que dejaba de considerarse al terrorismo, por primera vez, como un fenómeno delictivo necesariamente organizado. Se quería abrir la puerta, según los estándares internacionales emergentes, al terrorismo individual, a los “lobos solitarios”, a las células durmientes. De un terrorismo “tradicional” a modo de “guerrilla” o cuerpo jerarquizado con distribución de funciones, se pasaba a acoger dentro de la prohibición penal a quien actuaba para tales fines “desde fuera” de una estructura organizada y sin conexión material —sólo espiritual— con aquella.
Las imágenes prototípicas del terrorismo en nuestro círculo de cultura nos remiten a las de tipo doméstico (Fracción del Ejército Rojo Baader-MainHof en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia, el IRA en Irlanda o ETA en España) y a las de índole internacional (terrorismo yihadista en sus variantes: como los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono el 11 de septiembre de 2001 o los de Madrid el 11 de marzo de 2004). ¿Responde el Tsunami Democràtic a esa imagen típica? ¿Es una organización o grupo terrorista organizado homologable a las ya mencionadas?
El Auto del Tribunal Supremo conocido este jueves resulta muy contradictorio ante esta pregunta. Y es que combina ambas posiciones de forma confusa con un efecto abrazadera que hace que todo caiga dentro de una especie de manto formal terrorista. Niega en cierto modo que sea una organización terrorista y se afana en buscar actuaciones aisladas (todas en el marco de los incidentes en torno al aeropuerto de El Prat, que fue cercado por las protestas masivas de Tsunami Democràtic en octubre de 2019) que encajarían en conductas delictivas muy ligadas a las que se suelen producir en actuaciones de protesta política o laboral con incidentes violentos (como coacciones, daños, detención ilegal, lesiones y atentados a agentes de la autoridad o falsedades documentales); pero a la vez remarca que estaban perfectamente planificadas y organizadas.
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De hecho, se acude a la doctrina del “hombre de atrás” (mejor “persona de atrás”) para ligar la actuación de los líderes —en particular la del expresidente de la Generatitat de Cataluña, Carles Puigdemont— como en posesión del “dominio funcional de un aparato organizado de poder”.
Esta doctrina es la propia del derecho internacional penal para poder imputar responsabilidad nada menos que en casos de genocidio, crimen contra la humanidad o crímenes de guerra, y se traslada aquí —como ya se hizo en la fase última de la lucha antiterrorista contra ETA— para llegar a una primera conclusión de que tales líderes dominaban el curso de los acontecimientos.
En el terrorismo grave hay un “dentro” y un “afuera”. Un núcleo terrorista y una periferia. Suele ser la gravedad del núcleo (con asesinatos, lesiones gravísimas, secuestros…) la que marca la pauta para ver la relación de los que se mueven ayudando desde fuera. Esa periferia se lleva cada vez más lejos así sobre todo en delito de apología, de adoctrinamiento, de colaboración ideológica con la causa política o ideológica subyacente.
Pero en todo caso debe permanecer un núcleo claro indubitable de enorme gravedad que coloree una actuación delictiva, más o menos organizada, como terrorista. Y aquí está el problema. ¿Cuál es el núcleo terrorista? ¿Qué grupo o personas concretas están dispuestas a matar, lesionar, secuestrar, etc… como fin principal de la actuación delictiva? El fiscal no lo ve y por eso rechaza una mirada que “cosa” indicios formales y circunstanciales en una trama terrorista. La Sala de lo Penal del Supremo, sin embargo, “cose” tales indicios e incluso reprocha al fiscal que no se dedique a tejer.
Ambas miradas son jurídicamente sostenibles sobre el papel. Una interpretación literal de la ley da para ambas. Pero la ley se interpreta —lo sabemos los juristas— de forma teleológica. Esto es, permítaseme la expresión “con corazón”: a través de un proceso de mirar la ley y mirar la realidad y en ese “ir y venir de la mirada” llegar al convencimiento de que esa realidad —ahora los incidentes del Tsunami Democràtic investigados— responde esencialmente al núcleo de casos que la ley quería prohibir. Al núcleo, no a la periferia.
En este tema tan grave para la democracia por sus implicaciones de todo orden, la decisión de abrir causa penal o de no hacerlo es cuestión de convicción última sobre qué representa el procés y sus derivaciones. Sobre si es un fenómeno fundamentalmente político con excesos o si es una trama fundamentalmente violenta, incluso de organización criminal terrorista.
Esta convicción última luego requiere otros escalones de reflexión jurídica según hechos concretos. Convicción, a mi humilde entender, que se conforma, en el caso que nos ocupa de los incidentes en el aeropuerto de El Prat, sobre indicios muy circunstanciales, endebles, que la Fiscalía suele tender a validar y un juez de garantías a mirar con sospecha y rechazar. Aquí se han invertido los roles en la formación de la convicción. Que cada cual juzgue por qué.
En todo caso, un acto de terrorismo tiene que tener un referente fáctico “fuerte”, nuclear, que resista el estándar de prueba con las garantías propias de un Estado de Derecho. Ese referente es el que no hace dudar cuando se piensa en muertes, secuestros, lesiones, bombas como programa criminal a gran escala… A falta de ese referente y si no se exige un equivalente de gravedad, el terrorismo se desarbola como título jurídico. Porque cualquier delito sumado a una intención de motivación política sin más podría convertir ―¿lo está haciendo ya?― a cualquiera en terrorista y se concedería a los poderes del Estado un potencial de restricción de derechos del todo inaceptable por falta de taxatividad y de proporcionalidad. Es en ese contexto donde debe formarse la convicción, sí, pero también la autocontención y prudencia del jurista más allá de lecturas puramente literalistas del Código penal.
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