Debo admitir que decidí hacer mi tesis doctoral sobre Cioran por pereza, como tantos otros pecados de mi vida. Soy lo más alejado que pueda imaginarse de un erudito y no tengo madera de estudioso. En los años setenta del siglo pasado apenas había nada escrito sobre Cioran y sus traducciones al español las había hecho mayoritariamente yo. Además, mantenía correspondencia con el autor y nos veíamos en su casa cada vez que lograba escaparme a París. Cioran se burlaba discretamente de la idea de escribir un trabajo académico sobre él (a pesar de que conociéndome ya imaginaba que no sería demasiado académico). Cuando le comenté que por la Facultad madrileña se había corrido el bulo malicioso de que Cioran no existía, que me lo había inventado yo para burlarme de la Santa Casa, se entusiasmó: «¿Dicen que no existo? Por favor, no los desmientas». Finalmente, se avino a escribir un breve prólogo para mi tesis, confesando que existía y señalando que desde luego no se consideraba en modo alguno «filósofo»: el único verdadero filósofo que había conocido era un mendigo que solía pedir limosna en la plaza del Odeón, con el cual charlaba a veces sobre la gente y el mundo.
Los libros de Cioran se vendieron bien en España y su nombre llegó a ser bastante conocido. Pero para mi asombro muchos de sus devotos le tomaban por un pensador de izquierdas, casi revolucionario. ¡Qué absurdo! Ningún pesimista auténtico puede ser revolucionario, la revolución es siempre un daño colateral del optimismo. Los grandes pesimistas, como Schopenhauer, Leopardi, De Maistre o Cioran pueden ser a ratos reformistas, pero nunca revolucionarios: siempre prefieren la injusticia al desorden. Nadie menos anarquista que Cioran, que tanto gustaba a mis amigos ácratas. Su mayor reproche contra los franceses, sobre todo contra los parisinos, es que vivían en lo más parecido que hay al paraíso terrenal, pero quejándose y lamentando su suerte como si padeciesen las peores torturas infernales. En una de las elecciones presidenciales francesas en que había que optar por Giscard o Mitterrand, yo colaboré repartiendo propaganda pro-Mitterrand junto a otros compañeros españoles refugiados en París. Una tarde, al reunirme con Cioran después de mi tarea subversiva, le conté con toda ingenuidad mi entusiasmo por el líder socialista. Me miró con esa mezcla de ironía y afecto que solía dedicarme y después se echó a reir. «Sí -me dijo-, yo también quiero que gane Mitterrand». Aplaudí con satisfacción su postura, que no me esperaba, y añadió: «Y cuando sea presidente, y quiero que incluya en su gobierno una mayoría de ministros comunistas». Eso ya me desconcertó bastante: «¿Cree usted que eso será mejor…?». «¡No!», rugió, «pero quiero ver a los franceses malheureux (desdichados)…».
«En el clima de exaltación europea radical de los años treinta, Cioran se entrega a la ideología supremacista de Mussolini y Hitler, representada en Rumanía por el Conducator Codreanu y la Guardia de Hierro»
Mientras escribía la tesis, le pregunté varias veces por sus escritos juveniles, antes de instalarse en Francia y adoptar el francés como su lengua literaria. Me quitó de la cabeza que me preocupase por esos escritos primerizos, artículos sin importancia, nada que mereciese la pena. «Ejercicios en rumano, poca cosa». Le creí porque me convenía creerle, no me faltaba más que tener que intentar leer en rumano trabajos que el propio autor descartaba… Pero poco a poco, en los años posteriores a mi tesis, comenzaron a saberse más cosas sobre aquellos años brumosos de la juventud de Cioran. Quizá el primer aviso fue un texto magnífico pero inquietante sobre los judíos, ‘Un pueblo de solitarios’, incluido en La tentación de existir. A Susan Sontag, entusiasta de mi rumano favorito y que había utilizado citas suyas como epígrafe en alguna de sus películas, ese artículo sobre los judíos le molestaba especialmente. A mí me parecía exageradamente fervoroso, hasta la ambigüedad, pero reprocharle a Cioran sus excesos expresivos es como rechazar el chile habanero porque escuece la lengua. Después fueron apareciendo en traducción francesa sus libros escritos en rumano, que no eran simples artículos o ejercicios intrascendentes, sino obras acabadas y potentes, en las que se encontraban todos los temas más adelante desarrollados por Cioran, con su voz inconfundible salvo por la falta de uno de sus registros luego imprescindible: el humor. El toque irónico, el sarcasmo, la autoparodia le llegaron junto con el francés y por eso su estilo se hizo mucho más eficaz: sustituyó el lamento místico por la carcajada negra…
El muy joven Cioran vivió apesadumbrado por haber nacido en un país secundario, controlado por los húngaros, irrelevante. Primero abominó de la política e identificó la nulidad de sus compatriotas con el destino común y desesperado del hombre en el universo. Pero después, en el clima de exaltación europea radical de los años treinta, se entrega a la ideología supremacista de Mussolini y Hitler, representada en Rumanía por el Conducator Codreanu y la Guardia de Hierro. Entonces escribe La transfiguración de Rumanía, un diagnóstico de los males del país y un programa para regenerarlo. También publica artículos ensalzando a Hitler y curiosamente al bolchevismo, pues para él «una revolución que no cambiara las relaciones de propiedad sería una mascarada». Su enemigo es la moderación, el espíritu crítico y racionalista: le importan sobre todo las personalidades carismáticas, mucho más que las ideologías cuyas contradicciones asume casi con deleite. Toda esta época tempestuosa está muy bien contada en Cioran antes de Cioran (ediciones del Subsuelo) de Vincent Piednoir. Un itinerario que hace temblar y a los admiradores de Cioran nos deja pensativos, casi contritos. El autor que conocimos en París es un penitente de aquel frenético que fue antes de pasarse a la lengua francesa y de resignarse a la civilización. Él mismo se asombraba en carta a un amigo en 1971: «Yo mismo cuando pienso en algunos de mis antiguos arrebatos me quedo atónito, no lo entiendo. ¡Qué locura! Al menos he sacado de ellos las conclusiones y todo el aprendizaje necesario. Nunca más seré cómplice de nada».