Pensaba dedicar este artículo a una idea que el exlendakari Íñigo Urkullu defendió el jueves en la conferencia anual de la Fundación Catalunya Europa, en la que se entregan los premios del legado Pasqual Maragall, sobre el momento político que vivimos. “En tiempos de populismos, Cataluña y Euskadi pueden ser un ejemplo de otra forma de hacer política”, dijo ante un nutrido grupo de políticos en el auditorio de RBA. Ciertamente hay, como dijo, otra forma de hacer política alejada de la estrategia de acoso y derribo que dificulta el entendimiento en España. Pero me temo que las condiciones que nos han conducido a lo que Urkullu definió como “tiempos maniqueos”, de polarización extrema y desinformación, forman parte de un fenómeno más general, uno de esos retos globales con impacto local que nos arrastran.
Lo ilustra una noticia que conocimos el viernes: Sam Altman, CEO de la empresa OpenAI, creadora del ChatGPT, también aportará un millón de dólares para la ceremonia de toma de posesión de Donald Trump el 20 de enero. No es un asunto menor. Uno a uno, los capitostes de las grandes tecnológicas han seguido a Elon Musk en su apoyo incondicional al magnate. Marc Zuckerberg, de Meta, y Jeff Bezos, de Amazon, ya habían donado su millón para el acto, que será emitido en directo a través de Amazon Prime. Bezos ya había impedido, once días antes de las presidenciales, que The Washington Post, publicara el pronunciamiento a favor de Kamala Harris que había preparado el consejo editorial del diario. Rompía así una tradición iniciada en 1976 y fue interpretado como un acto de “obediencia anticipada”.
Estos movimientos reflejan una alianza muy peligrosa para la democracia: la de un líder político de comportamiento iliberal, errático y personalista, y el sector tecnológico que controla los instrumentos de creación de opinión pública. Se unen así, de gusto o por la fuerza, un líder político que, como explica John Bolton, que fue secretario de Estado en su primer mandato, no busca solo lealtad, sino obediencia feudal; y una industria que opera de tal manera que cuanta más desinformación circula y más se polariza la opinión pública, más crece su cuenta de resultados. La sinergia entre estos dos poderes puede ser letal para la democracia.
Que las grandes tecnológicas se vuelquen con tanto entusiasmo en este acto tiene gran valor simbólico. En 2017, el portavoz de Trump, Sean Spider, dijo ante los periodistas que había sido la toma de posesión más multitudinaria de la historia, cosa que era falsa. Bastaba con comparar la foto con la de Barack Obama para comprobarlo. Pero cuando se interpeló a la asesora de Prensa de Trump, Kellyanne Conway, por esta falsedad, negó que hubiera mentido: “Spider se limitó a ofrecer hechos alternativos”, dijo. Inauguraba así un nuevo tiempo informativo consagrado a la posverdad, en el que no importan los hechos, sino el relato. No importa la verdad, sino la creencia. Y eso tiene consecuencias. Lo dice, con mucho descaro Richard Rorty, uno de los filósofos del posmodernismo: “La diferencia entre verdad y mentira es una cuestión de éxito, y al final, por eso mismo, de poder. En la retórica de las narrativas, alcanzará la verdad aquel que consiga imponer la suya”. Trump cuenta ahora con los mejores aliados para conseguirlo. Y eso nos afectará a todos.