La Espuela, el bar de Rubén M., era uno de esos locales que casi forma parte de la arqueología urbana. Azulejos blancos y azules, suelo jaspeado, una caja registradora que se usa para guardar todo tipo de cachivaches, una libreta con los nombres de clientes y alguna consumición fiada, pago en metálico y un cajón flamenco que el dueño tocaba de vez en cuando. Uno de sus clientes habituales era José Ángel A., de 51 años, más conocido como El Maño. La noche del 27 de diciembre de 2021, Rubén habló por teléfono con una amiga: “Ahora cerraré, quedamos El Maño y yo y uno en las tragaperras”, le dijo. El de las tragaperras es Ángel B. el acusado de acabar con la vida de los dos hombres. En esa noche de furia, dejó caer las llaves de su taxi, que luego la policía encontró en el suelo. Un jurado popular tiene que determinar en los próximos días si las extravió mientras agredía mortalmente a sus víctimas.
El hostelero de 62 años era conocido en el barrio de Parla en el que se ubicaba el local por ir con el carrito a comprar él mismo la bebida al por mayor y también por estar siempre cantando flamenco. Su hija Indira ha vivido en ese bar muchos cumpleaños, tardes de hacer los deberes después del colegio y hasta su despedida de soltera. “Era camarero y psicólogo porque hacía compañía y escuchaba a los clientes de toda la vida. No era ambicioso, quería el bar tal cual estaba, con sus clientes amigos”, resume. El día que lo mataron, lo acompañaba El Maño, camionero originario de la provincia de Zaragoza “grandote, cariñoso e incapaz de pelearse con nadie”, define una familiar. También había un cliente que no conocían. “En el bar se ganaba dinero con la máquina, así que si mi padre veía a alguien jugando, se quedaba hasta que acabara”, resume la hija del fallecido.
Ángel B., entonces de 52 años, no había ido antes a La Espuela. Ese día libraba, así que limpió su taxi y estuvo en una lavandería cercana al establecimiento. Su imagen quedó grabada en las cámaras de seguridad de estas instalaciones, que incluso lo registraron jugueteando con una de sus zapatillas poniéndosela en la oreja como si fuera un teléfono. Antes de regresar a casa, decidió entrar a tomar algo al bar de Rubén y echar dinero a las máquinas. Durante un par de rondas, lo acompañó su pareja Maitena, que se fue antes que él. Durante el tiempo que permaneció allí, se marchó y volvió varias veces para ir a por más dinero a su casa con el que seguir jugando mientras bebía tercios de cerveza.
“No sé ni cómo llegué a casa”, aseguró el acusado en el juicio que se ha celebrado durante tres semanas en la Audiencia Provincial de Madrid. Lo que es seguro es que cuando lo hizo, metió su ropa a lavar de madrugada porque, según él, estaba orinada y también que ese día usó dos pares de zapatillas diferentes. Él sostiene que acabó de jugar y se marchó. Un cliente del bar afirmó después que cuando salió vio un cuchillo asomando por el bolsillo del pantalón de chándal del acusado.
Al día siguiente, una vecina caminaba por delante de la puerta y le extrañó ver la verja medio abierta a una hora en la que no era habitual. Rubén nunca abría por la mañana ni a primera hora de la tarde porque no tenía máquina de café. Se asomó y le pareció oler a quemado y ver un cuerpo en el suelo. Avisó a un trabajador de un bar cercano, Donde Kiko, que fue el que accedió y vio la escena. Al principio, las hipótesis eran varias, incluido que se había producido una explosión, pero cuando los primeros policías llegaron, supieron que ese absoluto desorden y la cantidad de sangre no se podía corresponder con un incidente casero.
Cuando una oficial de la Policía Científica accedió horas después comentó: “¿Qué duda puede haber aquí de que se ha producido un hecho violento?”. La inspección técnica del local se extendió durante horas y fue muy minuciosa, estaba bien entrada la madrugada cuando los agentes abandonaron el local. Había decenas de botellines de cerveza por el suelo, sillas y mesas volcadas y un cuchillo sin mango y unas tijeras junto a los cuerpos.
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Los agentes también hablaron con los vecinos de un piso cercano que declararon haber escuchado golpes que creen que provenían del bar de Rubén. “Como cuando hacen obras, como si tiraran escombros”, definió el testigo. Los investigadores del Grupo VI de Homicidios creen que el hostelero trató de defenderse arrojando todo lo que tenía a su alcance. Rubén no llegó a salir de la barra y El Maño estaba tumbado junto a ella. Los agentes creen que El Maño pudo ocultarse en algún momento en el baño. Los policías no pasaron por alto la presencia de unas llaves en medio de un charco de sangre, que también tenían salpicaduras por encima. Para ellos, eso solo podía indicar que el objeto se había caído mientras se producía el ataque. Esas llaves abrían un taxi aparcado a escasos metros. Los agentes comprobaron que dentro había una licencia a nombre del investigado.
El día posterior al descubrimiento de los cuerpos, el acusado no estuvo en casa. A las 9.51 habló con la dueña de su taxi para decirle que había perdido las llaves y si podían verse para que le diera una copia. A las 10.14 ella le responde que sí. A la una de la tarde ella vuelve a escribirle preguntándole dónde está porque su hija está en casa esperando a que vaya para ir a por un nuevo juego. En el juicio, él no acertó a describir exactamente qué había estado haciendo. Por la tarde, los agentes lo detuvieron cerca de la comisaría de Parla.
¿Cuál es el desencadenante de esta noche de terror en La Espuela? Los investigadores solo pueden plantear hipótesis y creen que pudo deberse a una discusión a causa de la máquina o el pago de las consumiciones. La fiscal afirmó el último día de la vista oral que el acusado estuvo jugando “compulsivamente” y los atacó con un taburete sin dar a las víctimas opción a defenderse. “No hubo una pelea, fue una ejecución”, aseveró. La representante del ministerio público elevó su petición de pena de 30 a 40 años.
Un año después del crimen, la hija de Rubén, Indira, pudo entrar al local a desmantelar el bar y, con él, parte de su vida. Allí, encima del microondas, estaba la foto de sus hijas, que cumplían años el mismo día de la muerte del abuelo. Lo último que Indira recuerda hablar con su padre fue sobre los planes para esa navidad. “Nos vemos el 31”, se despidió él.
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