Mi querida España, esta España tuya, esta España nuestra. ¿Dónde si no se iba a dar una pareja tan perversamente simbiótica, tan endiabladamente oblicua? Hablo, por supuesto, del dúo tóxico que forman el presidente socialista Pedro Sánchez y el líder ultraderechista de Vox, Santiago Abascal. Estos dos son un par de codependientes forjados en los fuegos sulfurosos de la utilidad mutua, aleteando juntos como los cuervos de un relato de Edgar Allan Poe sobre la doble identidad. O como dos aves fénix que se energizan inhalando la fumata negra de las ascuas de la indignación, el miedo y el lento desgaste de las normas democráticas de un país.
Recapitulemos al momento inmediatamente posterior a la crisis catalana de 2017. Sánchez, el intrépido capo socialista, ve una oportunidad para aprovechar los ángulos muertos de una Constitución que, según y cómo se lea, protege a todos los enemigos del país cuya carta magna dice ser. Abascal, al frente de un partido resucitado del cementerio ideológico, ve terreno fértil en el caos resultante. Ojo, que esta pareja salida del averno no queda a tomar cañas precisamente. El plan diabólico es escenificar 24 horas al día un odio mutuo que la concurrencia se traga a pies juntillas. Y esta danza macabra la llevan bailando siete años: un vals escalofriante donde cada paso adelante de uno exige un cimbreo reactivo del otro, perfectamente sincronizados en su enroque. Danzad, danzad, malditos, aferrados el uno a los faldones del otro para trepar políticamente a costa de todo y de todos.
Abascal, ese señor perpetuamente furibundo, es el nuevo «Franco» socialista, el mayor regalo que el PSOE ha recibido gratis en toda la democracia. Sánchez solo necesita mencionar alguna de sus consignas relativas a Vox, tipo «fachosfera» (por cierto, plagiada de la fachosphère francesa). Abascal reacciona al instante, personificando una versión barbuda y maciza del Generalísimo. Despotrica sobre la unidad nacional, ondea banderas con un fervor que roza lo litúrgico y, en tiempo real, da una matraca patriotera extenuante. ¿Es Vox realmente el Franquismo 4.0? Quizá no se lo crea ni el propio Abascal, pero la pantomima tipo españolazo del aguilucho da de sobra para que su compinche Sánchez salga un día sí y otro también a exigir que se vote al «único partido capaz de frenar a la ultraderecha». Al fin y al cabo, ambos no eran nadie antes de 2018, cuando empezaron a trabajar juntos, uno logrando llegar a Moncloa y el otro consiguiendo 52 escaños.
«Sánchez y Abascal son la pareja más poderosa de la política española, no a pesar de su odio, sino gracias a él. Su rivalidad es el motor, su demonización mutua el combustible»
Para Sánchez, Abascal no es un oponente; es un respaldo incondicional, dispuesto a prestar auxilio en las peores circunstancias. Siempre que el barco socialista empieza a hacer agua, ya sea por las acusaciones de corrupción, por los decretazos o por el oscurantismo informativo, a Sánchez le basta con mentar a su preciado figurante. «¡Cuidado!», grita ahuecando la voz: «¡Los bárbaros están a las puertas! ¡Solo yo, vuestro abnegado escudo democrático, me interpongo entre vosotros y las cavernas!». La población se estremece, ve en la tele el último numerazo de Vox y elige la España de los corazoncitos rojos y el buen rollo. Abascal es el seguro a todo riesgo de Sánchez. Y su equipo de bocazas incontinentes son el mejor recurso publicitario que ha tenido el PSOE desde los carteles de colorines de José Ramón Sánchez en los ochenta.
Vox sirve como salvoconducto de todo el engrudo sanchista al completo, incluyendo que Pedro Sánchez se esté volviendo más autocrático que la propia ultraderecha ―viva o muerta― de la que dice defendernos. Mientras el presidente socialista agita el muñecote voxista, su propio Gobierno empieza a exhibir inquietantes tendencias autoritarias. ¿Control de la prensa? El PSOE de Sánchez ha cultivado un ecosistema mediático notablemente tendencioso, marginando las voces críticas y difuminando las fronteras entre periodismo y propaganda. ¿Transparencia? Una marcada alergia a la luz solar define estos siete años de acuerdos opacos, leyes ómnibus, proyectos encubiertos, filibusterismo parlamentario, comisiones fantasma y ausencia generalizada de rendición de cuentas. ¿Corrupción flagrante? Todavía no está institucionalizada como el antiguo régimen, pero los escándalos le persiguen ―incluso en la prensa internacional― con una tenacidad que pespuntea la degradación bajo la superficie.
Sánchez y Abascal son la pareja más poderosa de la política española, no a pesar de su odio, sino gracias a él. Su rivalidad es el motor, su demonización mutua el combustible. Sánchez interpreta al demócrata asediado, desviando constantemente la atención de sus propios abusos de autoridad. Abascal interpreta al valiente líder de la resistencia contra un «régimen» corrupto, fingiendo ignorar cómo su altisonancia retrógrada fortalece a Sánchez. Es una pareja forjada en los pozos más oscuros del infierno político, una intersección tétrica que maneja con agilidad el fantasma de Franco en un país que era una dictadura hace apenas medio siglo. Detrás de estos dos pilares humanos de la disfunción política española no hay nada, salvo ambición personal. España les importa un carajo. A los dos.