«No se habla de ellos, pero se sabe de su existencia. Son los coleccionistas de joyas que pertenecieron a familias reales, quizá el mercado del arte donde más claro se puede ver que la demanda es infinitamente mayor que la oferta». De esta forma resume un destacado experto español de arte y coleccionista, que pide anonimato, la «ruta gris» que han podido tomar las ocho piezas de la colección de joyas imperiales francesas robadas el domingo de la Galería Apolo del Museo del Louvre.
«En el mundo del arte y la joyería siempre han existido coleccionistas privados de alto nivel: son personas con una inmensa capacidad de compra, con un poder adquisitivo que no les hace dudar a la hora de buscar piezas históricas raras. Su modus operandi se basa en el tridente lujo, calma, confidencialidad», afirma otro experto que prefiere guardar su nombre. Para ellos, piezas como la tiara y el collar de zafiros de las reinas María Amelia y Hortensia o el broche relicario de la emperatriz María Eugenia son «objetos deseados» que podrían haber desembocado en el asalto del museo más popular del mundo.
Según los especialistas, «coleccionistas así los hay en todo el mundo», pero suele señalarse a Suiza como el centro neurálgico de este selecto «mercado negro». Dentro de la Unesco, Suiza es el país que más legisla en materia de lucha contra el tráfico del arte. Pero, a su vez, carece de límites para los pagos en efectivo. Además, posee siete puertos francos (grandes almacenes en los que se puede guardar mercancía sin estar expuestos a impuestos y aranceles de importación). El mayor es el de Ginebra, con 110.000 m2 destinados a enviar, vender y restaurar piezas de museo con una confidencialidad extrema.
Los expertos en joyería que han actuado cerca de las denominadas zonas grises destacan que, aunque las coronas y diademas puedan romperse y venderse en partes, «su valor es mucho mayor si se venden intactas». Destacan también que los ladrones hayan ignorado el diamante El Regente, la joya de la corona francesa, situado cerca de las piezas robadas, en la misma Galería Apolo. «Esto puede indicar que sabían a por lo que iban», reseñan. De 140 quilates y un valor de 50 millones de euros, fue adquirido por Felipe de Orleans en 1717. Sirvió para decorar una espada de Napoleón y fue reutilizado por Luis XVIII, Carlos X y la emperatriz Eugenia de Montijo, consorte de Napoleón III.
La cotizada corona perdida
«Que no fueran a por él puede indicar que desconocían su valor o que lo hicieran y consideraran que sería muy difícil venderlo. Pero lo mismo se puede decir de las piezas robadas, la mayoría de ellas reconocibles en cuadros de la época. O de la propia corona de la emperatriz Eugenia, que con sus 1.354 diamantes y 56 esmeraldas, se dejaron por el camino», señala uno de los expertos. La corona, adjudicada en una subasta en 1988 por el equivalente a 12 millones de euros y donada al Louvre, costaría hoy diez veces más.
El propio ministro de Interior francés, Laurent Nuñez, ha declarado que el asalto relámpago fue «claramente efectuado por un equipo con experiencia que había realizado un reconocimiento previo». Desde el año 2000, varios directores del Louvre habían denunciado que el museo necesitaba reforzar su seguridad al tener salas sin cámaras de seguridad. Esta información, un secreto a voces entre coleccionistas, ha sido refrendada por la ministra de Cultura, Rachida Dati: «La inseguridad de nuestros museos tiene 40 años de historia».
El robo del Louvre ilustra con crudeza las vulnerabilidades denunciadas en el informe Tesoros contaminados: riesgos de lavado de dinero en los mercados de lujo, publicado por Max Heywood en 2017. «El deseo de poseer artículos de lujo puede ser una motivación principal para la conducta corrupta», dice Heywood. El informe, publicado por la Coalición para la Transparencia Financiera, advierte que joyas como las robadas, «una vez fuera del circuito institucional», pueden ingresar con facilidad «en mercados opacos o colecciones privadas, convirtiéndose en tesoros manchados que alimentan la economía global del lujo sin controles eficaces».
Los especialistas ponen como ejemplo la figura de Yves Bouvier. Conocido como El Messi de los marchantes, su nombre aparece cada poco en la prensa internacional por sus escándalos por la compraventa de objetos valiosos, muchos de ellos de dudosa procedencia. Entre sus clientes, figuras como el fallecido barón Thyssen-Bornemisza o la familia Nahmad, con especial predilección por piezas de Van Gogh, Monet o Picasso.
Pero también figuran en su agenda nombres como David Marjaliza, el constructor español considerado cabecilla de la trama Púnica, socio de Francisco Granados y encargado de guardar en el almacén acorazado del empresario en Ginebra 28 cuadros, cuatro esculturas y 185 plumas estilográficas de colección. Con ellas se cree que blanqueó 4,2 millones de euros. Una cifra considerable, pero lejos de la que se manejaba en el juicio en el que el oligarca ruso Dmitry Rybolovlev acusaba a Bouvier (con quien había hecho transacciones de 2.000 millones de euros) y a Sotheby’s de estafarle. Un jurado federal de Manhattan falló en favor del suizo en enero de 2024. Poco después, un tribunal federal helvético informó al marchante que debía impuestos por valor de 760 millones de euros al cantón de Ginebra por la venta de arte y objetos de lujo entre 2008 y 2015.
A Bouvier, junto a su socio Olivier Thomas, también se le acusa de la desaparición de varias obras de Picasso propiedad de Catherine Hutin, hija de Jacqueline Picasso, que las guardaba en Art Transit International, un almacén de París. Desaparecieron entre 2010 y 2012. Pero el negocio del lujo de «dudosa procedencia» no se circunscribe a Francia y Suiza. «También hay puertos francos en Hong Kong, Luxemburgo, Dubai o Singapur», señala uno de los especialistas. Singapur es, precisamente, el hogar de Bouvier desde 2009. Allí, en su puerto franco, ha creado un «centro de almacenamiento de arte».