Retratos de vírgenes, olor a incienso…. Con estas premisas, el lector más inquieto afirmaría que este reportaje va de iglesias… Pero si le añadimos un penetrante aroma a bacalao, un sutil extracto de comino y pimentón, el vahído de la salsa de tomate, el chasquido de un vaso sobre la madera y el bullicio de una buena conversación enmascarada entre toques de tambores y cornetas, quizás se desoriente, salvo que sea de Sevilla. Porque estos son algunos de los elementos que caracterizan a las tabernas cofrades, locales que mantienen intacta su esencia gracias a la fortaleza de una tradición cultural y culinaria que les ha permitido resistir a la seducción fácil del turismo o a las veleidades de la nueva cocina.
La mayoría de estos bares sevillanos se encuentran en la encrucijada de varias hermandades y se nutren de sus miembros o de quienes acuden a visitar las capillas durante todo el año; de los integrantes de tertulias cofrades que organizan allí sus charlas; de los costaleros que acuden durante los ensayos previos a la Semana Santa y de quienes luego a lo largo de esos siete días, aguardan para ver los pasos… La mayoría de sus paredes están adornadas con regalos de los propios clientes: cuadros de las imágenes de sus titulares, fotos de las cuadrillas, de capataces, de nazarenos, estampas de vírgenes y cristos, gorras de las bandas de música; pasos en miniatura; carteles vinculados a la Semana Santa… Pero, más allá de la estética, hay otro elemento inherente a estos locales y que es determinante para explicar que hayan perdurado en el tiempo: su carácter familiar. “Aquí se conoce todo el mundo, ese es el factor concluyente, que es un lugar muy familiar, muy de barrio. El bar cofrade no es nada más que encontrar la excusa para reunirnos, aunque vengamos de la periferia. Ese ambiente no cambia nunca, es una filosofía de vida”, explica Alejandro Ollero, antiguo capataz de varias cofradías y, como él mismo se define, “sevillano de pura cepa”.
Cada barrio de Sevilla tiene algún bar cofrade, pero la primera taberna que abrió y se estableció específicamente para albergar a este tipo de clientes es la taberna Azahar (calle San Julián), abierta en 1979 en el barrio de San Julián, en el centro histórico de Sevilla y a 10 minutos andando de la basílica de La Macarena. “Es la primera que abre con una decoración y una estética eminentemente cofrade. Todo el ambiente, la música… rompía con los moldes de los bares normales que había en Sevilla”, explica su dueño, Juan Oliveira. De un tiempo a esta parte la clientela se ha ampliado y, aunque no le guste la Semana Santa, “sí se siente identificada con el local”, abunda Juan, mientras anota con una tiza en la madera de la barra la comanda que acaba de servir a uno de sus clientes, como se hacía tradicionalmente en esta ciudad.

Parte de esa identidad reside en las tapas que se sirven. Aunque el carácter cofrade de estas tabernas no debe confundirse con la estacionalidad, porque están abiertas todo el año y su menú -basado en platos tradicionales sevillanos- no suele variar, sí es cierto que durante la Cuaresma y la Semana Santa los platos típicos de la vigilia tienen mucha más preponderancia en sus cartas. Lo más demandado en esta época del año es el bacalao, cocinado en todas sus variedades, aunque especialmente con tomate, otros pescados servidos en forma de albóndigas, y las espinacas con garbanzos. En cada local el secreto está los matices, pero el éxito tiene tres ingredientes comunes: tradición, fuego lento y cariño a la hora de cocinar.
“Yo soy muy generoso con las especias y el punto de mis espinacas con garbanzos está en el ‘majao”, explica Juan sobre el aderezo que identifica el sabor especial de esta tapa sevillana, donde nunca debe faltar comino y pimentón, aunque el resto de condimentos y las cantidades sean la esencia del misterio. En el caso de su potaje de bacalao con garbanzos y del bacalao con tomate, todo radica, sostiene, en cómo lo desala.

Esos mismos platos, junto con la pavía de bacalao, también son los que marcan las tapas que más se sirven en esta época del año en Casa Ricardo (calle Hernán Cortés, 2), tal y como explica su actual responsable, Ricardo Núñez, segunda generación al cargo de la taberna que fundó su padre a mediados de los 80 y que se encuentra en un edificio del siglo XIX -que siempre estuvo vinculado a la hostelería-, en uno de los barrios cofrades por excelencia, el de San Lorenzo, frente a la basílica del Gran Poder. Pero si por algo es conocida Casa Ricardo es por sus croquetas, que también se adaptan a la época de Cuaresma y cambian de las tradicionales de jamón a las de bacalao. “Es una receta que ha pasado de padres a hijos, un bacalao de calidad y al que se le da el cariño suficiente para que protagonice el sabor de la croqueta, que sea un sabor que te invada la boca, y, en el caso del bacalao con tomate, hacerlo lentamente y el toque de la salsa”, indica Ricardo.
Este hostelero reconoce que su clientela se ha ampliado y que ya no es eminentemente cofrade, pero la esencia se mantiene. “Cuando cogí el restaurante pude tener la tentación de transformarlo, pero vi que el negocio de mi padre era tan auténtico, que al final no se me pasó por la cabeza, y esa autenticidad es lo que vienen buscando los clientes de fuera, tanto nacionales como extranjeros”, explica.
Al margen del turismo
En el caso de Ventura Pérez, tercera generación del bar Ventura (calle Arfe, 2), una taberna cofrade, pero sobre todo taurina -dos tradiciones que en muchos casos se entrecruzan en estos locales- que da a La Maestranza, en pleno barrio del Arenal, nunca tuvo duda de a quién se debía: “Siempre hemos apostado por la clientela de aquí, nunca me he planteado vivir del turista. Podría haber puesto la cerveza a cuatro euros, en lugar de dos, pero esto es una parroquia donde siempre viene la misma gente. Nosotros somos de aquí, de barrio, porque algo de barrio queda”, cuenta mirando a la mayoría de locales que rodean su pequeña taberna, donde a las 12 de la mañana todas las terrazas están llenas de comensales extranjeros comiendo.

Sus clientes son miembros de las hermandades vecinas -unas cuantas-, pero también son los abuelos, que a su vez fueron clientes del abuelo de Ventura, que vienen con sus nietos y les piden la tapa emblemática de la taberna, “con la que se construyó todo”, explica su actual responsable. Se trata del bonito en escabeche: “Dos tronquitos de bonito del norte en conserva, con una anchoíta encima”, describe. Esa es la tapa que introdujeron su abuelo, que venía de Palencia, y su abuela, de León, cuando abrieron el bar en 1944. “Luego mis hermanas y yo introdujimos la cocina y otros platos típicos de cuaresma”, añade.
“¿Y esta música que suena qué es?”, pregunta una pareja de Lakewood, Colorado, mientras le sirven una cerveza bien fría. Se refieren a la marcha de Semana Santa que está sonando en la taberna La Fresquita (calle Mateos Gago, 29), en el barrio de Santa Cruz, el más turístico de Sevilla. Apenas ha empezado a prender el incienso que humea del incensario que corona la barra de un bar que se inauguró el Miércoles de Ceniza de 1993. “Aunque aquí vienen muchos sevillanos, esta taberna tiene alma, sensación y sensibilidades y está abierta a todo el mundo”, cuenta Pepe Rodríguez, su fundador. “Los de fuera pueden extrañarse, pero cuando les pongo una tapa, vuelven tres días seguidos”, añade. Se refiere sobre todo a sus espinacas con garbanzos, su potaje de garbanzos con bacalao o con langostinos y el bacalao con tomate. Su secreto, como el de Azahar, Casa Ricardo o Ventura: “Poner cariño, corazón y alma y todo a fuego lento, porque quien manda en el fuego, manda en el cariño”.

Azahar, en el barrio de San Julián, Casa Ricardo, en el de San Lorenzo o La Fresquita, en el barrio de Santa Cruz, son algunas de las tabernas cofrades por excelencia de Sevilla. Son todas las que son, pero no todas las que están: Casa Román, Matacandela, también en el centro histórico; Santa Ana, en Triana… No por haber visitado uno de estos locales se puede pensar que el resto vayan a ser iguales. Aunque compartan esencia y gusto por la tradición, todos son diferentes y el atractivo está en sus detalles: en el adorno que asoma por las paredes atestadas de recuerdos; en el aroma del incienso que se impregna en el ambiente o en el deje de las especias que asoman de las tapas de vigilia… Merece la pena disfrutar de estos reductos de autenticidad sevillanos y no es necesario ser cofrade para apreciarlos: “Lo mejor es acoplarse, pero aquí se habla de todo, de pasos, de fútbol… No son excluyentes”, recalca Ollero.
Otros lugares cofrades: de confiterías a un bar de copas
“Pero bares cofrades también son las confiterías”, advierte Alejandro Ollero, que llama la atención sobre otro plato típico de la cuaresma, las torrijas, que tiene en la confitería La Campana un referente en la ciudad. “Muchas veces vas paseando y no es hora para comer, pero te apetece parar a tomar algo y en esta época lo suyo es pedirse una torrija y mientras te la comes, también conversas sobre lo que sea”, abunda.
Y cuando ya han cerrado las tabernas, aún hay otro lugar que permanece abierto en la ruta cofrade de obligada parada: el Garlochí, una verdadera capilla de copas, de decoración barroca, donde las imágenes en los altares se mezclan con cuadros de la fallecida Duquesa de Alba y donde la bebida estrella es el coctel sangre de cristo. “Desde el principio supe que mi bar tenía que ser así. A mí me gustan los pasos, las cruces de mayo… todas las tradiciones sevillanas”, dice su fundador Miguel Fragoso.