Hay cuadros que se miran y hay otros, muy pocos, que te devoran con la mirada. El retrato de Inocencio X de Diego Velázquez, colgado en una sala discreta de la Galería Doria Pamphilj en Roma, pertenece a esa segunda especie: esa obra no es … una pintura, es una presencia.
La galería se alza majestuosa en pleno corazón de la Roma barroca, al inicio de la Via del Corso, por Piazza Venezia, que junto con Via Ripetta y la Via del Babuino, configuran el tridente urbano que enmarca la antigua Via Flaminia. El palacio se ofrece con su portentosa fachada como un relicario de tesoros acumulados por siglos de historia, propaganda y poder. Es uno de esos lugares donde los ecos del pasado no solo se perciben: te rozan, te detienen, te interpelan.
En sus salas, el tiempo parece suspendido. Las obras permanecen ordenadas según el gusto dieciochesco, y sabemos que esto es así por documentos antiguos que detallan con precisión su ubicación. Caravaggio, Rafael, Guido Reni, Tiziano, José de Ribera, Claudio de Lorena… desfilan en un silencio dorado que sólo puede interrumpir una cosa: el rostro del pontífice. Es una sala pequeña, íntima, casi un gabinete privado. Las paredes están tapizadas con telas de un celeste apagado, aunque nos pueda parecer azul, que parecen diseñadas únicamente para calmar el incendio visual que se avecina. Allí sentado, en soledad pontificia, nos espera Giovanni Battista Pamphili revestido y envuelto en una infinita gama de rojos, con su mano derecha relajada, la otra sosteniendo delicadamente un documento con la gracia calculada del poder, labios apretados y su inquietante mirada que nos atraviesa con la precisión de un juicio final.
Velázquez lo retrató en algo más de dos horas en un alarde de esgrima pictórica, en una exhibición intelectual del que domina el noble oficio del arte de la pintura, bajo el calor sofocante de un verano romano. Para el resto de la composición, Juan de Pareja le sirvió de modelo. Dicen que el Papa aceptó de muy buen grado ser retratado por aquel hombre que conoció en Madrid, que posó más por amistad que por cortesía diplomática. Lo que no sabía es que estaba entrando en la eternidad. El resultado es una obra que trasciende la representación: no es un retrato, es una sentencia. El lienzo no ofrece al pontífice como símbolo de poder, sino como hombre. Un hombre encerrado en su propia astucia, atrapado en su equilibrada conciencia, devorado por su soledad interior.
Es tal la fuerza de la imagen que todo lo que queda por ver del palacio desaparece. Ni los espejos ni los candelabros muy del gusto del barroco francés, ni el pavimento pulido de ladrillo en espina de pez, ni siquiera la enfilada gloriosa de mármoles y terciopelos, pueden competir con esta presencia. Hay algo aquí que no admite compañía, ni réplica, ni distracción. Tan solo Bernini, con un busto en mármol del mismo pontífice, se atreve a dialogar con Velázquez en esa pequeña sala. Y aún así, el mármol parece ceder terreno al óleo, como si la carne pintada fuese más verdadera que la esculpida. La piedra es solemne, sí, pero el óleo en este cuadro respira. Porque eso es lo que logra Velázquez: convertir la pintura en un espejo cruel. Uno no mira al Papa. El Papa te mira a ti. Y esa mirada, una vez que se ha alojado en tu memoria, ya no te abandonará. El palacio sigue ahí, inmutable, como si nada hubiera pasado, pero tú, que entraste como visitante, ahora caminas como un testigo. Has visto el alma de un poder que se sabe observado y ya no puedes dejar de verlo.
Uno sale de ese gabinete distinto. Lo más inquietante de este retrato no es su realismo, sino su efecto, lo que antes parecía importante –las obras de Poussin, Guercino, Bassano, Domenichino, los relieves de Algardi… las decoraciones fastuosas– ahora son solo decorados apagados, telones de un teatro que caen después del acto final. El espectador ha sido juzgado sin saberlo y la sentencia ha sido pronunciada tan solo con una mirada.