Hay películas que le gustan a uno, incluso que nos gustan mucho. Hay películas que uno vuelve a ver en cuanto las tenemos a nuestro alcance, aunque ya las hayamos visto muchas veces. Quien no es capaz de tragarse siete o diez veces una de sus pelis preferidas porque «me gustó pero ya la he visto» no ha entendido aún de qué va la afición al cine: quiere entretenerse, no apasionarse. Recuerdo cuando estaba acabando la carrera y en un cine cerca de mi casa ponían «Campanadas a medianoche» de Orson Welles. Todos los días, cuando volvía de la Facultad, me metía a verla, a cualquier hora: unas veces estaba a medias, otras acababa de empezar o ya estaba terminando. Me la sabía de memoria, qué placer. Cuando la quitaron me sentí verdaderamente ofendido. Pero también hay películas que no solo nos gusta volver a ver sino a las que nos mudaríamos a vivir. Cuando aún tenía tertulias de amigos y después de muchas copas surgía el tema de «a dónde preferirías irte para siempre» se mencionaban lugares míticos –Venecia, París, las Maldivas…- o puramente caprichosos –Arkansas, Katmandú…- pero yo decía «a El hombre que mató a Liberty Valance» o «a King Kong«. Risotada general. No, en serio… Entonces enmendaba y decía lo esperado: San Sebastián.
Una de las pelis a las que me mudaría definitivamente sin dudar, si fuese posible, es desde luego Tiburón. Estos días se cumplen los cincuenta años de su estreno y tal es el pretexto de esta nota celebratoria. ¡Medio siglo en la playa de Amity Island, o viajando tras la fiera en el Orca! Y de fondo la música de John Williams, lo mejor de lo mejor pero que gustó tan poco a Spielberg que al oírla por primera vez la tomó por una broma del compositor. ¿Qué es Tiburón? Por supuesto, en primer lugar, una aventura terrorífica. Tres hombres se arriesgan a morir al enfrentarse con una enorme fiera que no les dará cuartel y que además está en su propio terreno. «Hombre libre, ¡siempre amarás el mar!», escribió Baudelaire. En efecto, el mar es nuestro espejo, pues contemplamos nuestra alma en la ola infinita y nuestro espíritu no encierra un abismo menos amargo. Pero, sin embargo, nos combatimos desde hace siglos sin piedad porque somos hermanos en el gusto por la carnicería y la muerte. El hombre libre ama el mar, pero también lo teme, como el sheriff Brody que pasa su vida junto al océano, pero no se atreve a nadar en él. El gran tiburón blanco encarna lo terrible del océano. Los «dientes del mar», como acertando por una vez, titularon la película en su versión francesa. Cada uno de los tres aventureros se inclina sobre el abismo por una razón diferente, pero todas respetables: uno por sentido del deber, para proteger a sus conciudadanos, otro para ganarse una recompensa y el tercero por interés científico. Entre ellos hay rivalidades e incomprensión, pero también se fragua cierto compañerismo viril (no digamos la palabra prohibida, «heteropatriarcal») que cuaja en la magnífica escena de la noche en la cabina del barco, con sus cuentos íntimos, sus risas y cantos, pero sobre todo con el miedo compartido a lo que les acecha en el exterior. Desde que embarcaron han renunciado a la boba inocencia, digamos turística, de los que juegan en la playa y pretenden ignorar los dientes del mar para que no pierda público y ganancias la temporada. Desde que se cuentan historias, los hombres han partido para medirse con el peligro, con la necesidad del peligro, sabiendo que alguno de los que salen ya no volverá.
«Esta película recurre por última vez a un ingenio mecánico de tamaño real para presentar al monstruo»
Probablemente, esta película recurre por última vez a un ingenio mecánico de tamaño real para presentar al monstruo, al Gran Adversario. Luego ya poco a poco todo serán animatrones y diseños de ordenador que alcanzarán una verosimilitud increíble. Naturalmente, el gran ingenio mecánico, llamado familiarmente Bruce por los que jugaban con él, era difícil de manejar con realismo y se estropeaba con frecuencia. Pero eso fue a fin de cuentas una ventaja, porque permitió al director hacer de tiburón con cámara subjetiva, sin sacar al bicho, lo cual unido a la música de Williams garantizó algunas de las vivencias más inolvidables de la película. Con interpretaciones entregadas y convincentes, una ambientación cálida y familiar, un ritmo perfectamente medido que sabe dar los necesarios respiros al espectador para luego cortarle mejor el resuello, y un talento mágicamente adolescente para la épica, Tiburón no envejece sino que perdura. Y los que ya vivimos de memoria dentro de ella, cuando los incidentes oscuros de lo que nos ocurre parecen superar nuestras fuerzas, murmuramos entre dientes: “necesitamos un barco más grande”. Pero luego seguimos navegando.