Poco más de una década ha trascurrido desde la aprobación de la Carta valenciana de Derechos Sociales, un hito legislativo único en su especie, destinado a desplegar la agenda social y consolidar, a su vez, el estado del bienestar a nivel territorial. Sin embargo, dicho aniversario suscita una reflexión crítica sobre su desarrollo efectivo, tras el intenso despliegue legislativo que se ha producido en la última década.
La Carta, inicialmente concebida como un complemento necesario del Estatuto valenciano, buscaba consolidar los principios rectores en materia de derechos sociales, originando ciertos mandatos al legislador autonómico. Sin embargo, su implementación se ha visto obstaculizada por una triple crisis -financiera, económica y pandémica-, condicionado su potencial desarrollo. Habiéndosele, también, privado de ciertas garantías que reforzasen los derechos en la misma consignados.
Uno de los principales hándicaps ha sido la falta de un departamento transversal en el Consell, encargado de diseñar y planificar su despliegue legislativo. Esto ha impedido que las principales leyes sociales, aprobadas en los últimos años, se hayan visto inspiradas en la Carta, como desarrollo de nuestra norma institucional básica. Proyectando, a su vez, serias dudas sobre su oportunidad y la calidad técnica que guía a uno de los desarrollos más esperados de los nuevos derechos estatutarios.
A lo largo de estos últimos años, se han identificado importantes áreas de avance, así como otras en las que apenas se ha conseguido registrar ningún avance. En temas como la promoción de la igualdad, la paridad en las instituciones de autogobierno, la nueva estructuración del espacio sociosanitario o los derechos prestacionales -silenciados en las versiones originales de la Carta- se han logrado avances significativos. Sin embargo, en áreas como la defensa integral a la familia, la atención a personas migrantes o, incluso, la amplificación de la cláusula antidiscriminatoria vinculada al principio de igualdad de trato y no discriminación, los progresos han sido más bien limitados, por no decir nulos.
La intensa agenda “social” desplegada por el Gobierno nacional ha influido en muchos de los ámbitos contemplados por la Carta, condicionando para bien y para mal el desarrollo de la legislación autonómica. Un avance de lo primero ha sido la aprobación de una ley estatal dedicada a uno de los más importantes -y menos atendido- derechos subjetivos de nuestro ordenamiento jurídico, el acceso a la vivienda social; habiendo sido calificada como quinto “pilar” de nuestro modelo social tras la dependencia. Otros, como el fracasado intento de regulación estatal de la diversidad familiar ha supuesto ciertamente un escollo para una regulación autonómica ausente en la materia. Incluso, en ocasiones, como ha sucedido con la nueva estructuración de los servicios sociales inclusivos o, incluso, la reversión de las concesiones sanitarias, la política autonómica servirá de guía, orientación y cauce, a la estatal dada la sintonía ideológica que hasta la fecha se había dado.
Sin embargo, la falta de realismo a la hora de planificar los recursos públicos e, incluso, de alentar una mayor colaboración público-privada en el ámbito social, que por ejemplo ha impedido generar todavía un mayor volumen de plazas pese a la acción concertada, cifrándose dicho déficit sólo por lo que hace a mayores en 25.000 plazas según las estimaciones más realistas.
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Resulta, pues, una tarea urgente actualizar los grandes ejes que articulan la Carta (igualdad de trato y no discriminación; lucha contra la pobreza y exclusión; igualdad de oportunidades; asistencia universal; inclusividad; defensa integral de la familia; protección reforzada de grupos vulnerables), que podrán ser simplificados a partir del pilar “europeo” descendiendo a un mayor detalle de concreción según los ámbitos. Extendiéndose y proyectando (más homogéneamente) la trasversalidad que todos ellos tienen y no únicamente como ha sucedido a través de la continuidad (o trasversalidad) de alguno de ellos. El ejemplo de la inclusividad proyectada en las áreas educativa, social (rebautizada a efectos organizativos como “políticas inclusivas”) o justicia, puede ser útil a la hora de visibilizar el argumento. Algo que requeriría un proceso participativo, abierto a la ciudadanía y a la colaboración de expertos, con el objetivo de fortalecer y consolidar el compromiso con los derechos sociales, a un paso de ampliar sus garantías y reforzar de paso su fundamentabilidad.