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Volver al lugar del crimen

by Marko Florentino
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«La mayoría de los hombres vive vidas de tranquila desesperación»

Thoreau

No podrán comprar el libro de Luisgé Martín. Esa historia del asesino de sus hijos, el perturbado, maniático, iracundo, jactancioso y banal criminal José Bretón, no llegará a las librerías. He dicho que no lo podrán comprar, pero me temo que tendrá muchos más lectores de los que se merece. La editorial no hará el negocio que seguramente deseaba pero el autor, su historia fallida y abolida, ya han tenido mucha más difusión de la imaginada.

La pasada semana, desde aquí pedí que se pudiera leer el libro, que ni la censura ni los juzgados lo impidieran. Hablaba sin saber, sin leer, sin pensar en Ruth Ortiz y poniéndome al lado del negocio, del error o de la seducción del mal que creo sufrió el autor. Ya he leído el libro, como tantos de mis colegas y cercanías. Me alegro de que no se pueda comprar por no merecer su impacto anunciado. Un asesino tan despreciable, tan retorcido, calculador, frío y manipulador, no merece una segunda vida literaria. Ciertamente, no hay mucha literatura en El odio de Luisgé. Una decepción literaria. Una reflexión fallida sobre el asesinato y el asesino.

Luisgé se aburría en el Cervantes de Los Ángeles, no estaba cómodo con la ciudad, ni con el trabajo y encontró una vía de escape en el repulsivo asesino Bretón. Ha sido su mayor error literario, también su salto a la fama. Una fama que seguramente nunca quiso, al menos no así. 

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Cuando lo conocí, principio de los años 90, acababa de publicar un singular libro de relatos, Los oscuros. Algunos de sus relatos inquietantes, buceadores de los deseos y las frustraciones, señalaban un escritor de rareza y mérito entre los nuestros. En una charla pública en una librería madrileña, entre la timidez y la ironía, me pareció encantador. Lo seguí con gusto, con desigual afinidad pero con interés. Capaz de hacer su obra y ser colaborador destacado en las cercanías de Ángeles González-Sinde, ministra de Cultura con Zapatero, estudiante en Los Ángeles de guion y después cineasta en su país. Me pareció una de esas colocaciones razonables, no muy visibles y cómodas, creo.

Varios libros y algunas legislaturas después, me enteré de que era uno del batallón de negros que escribían para Pedro Sánchez. No creo que le apasionara, pero le daba pasta y relaciones. Se cansó, imagino, y decidió su amable destino cervantino californiano. Llamando a las puertas de los sueños de Hollywood. Pues nada, no quiso seguir aquellos caminos y el sueño de su razón le produjo el monstruo cordobés. ¡Qué ocasión perdida para haberse acercado a James Ellroy, uno de los más grandes narradores del mal, el asesinato y el desarraigo en aquellos falsos paraísos! Acudir a quien fue capaz de hacer literatura con lo más duro de su propia existencia, la vida y el asesinato de su madre, en su escalofriante biografía: Mis rincones oscuros. Ni fue ni por el camino de Ellroy, ni por el de Ivan Jablonka. El autor francés de origen judío, autor de Laëtitia o el fin de los hombres, también hubiera sido una buena lectura para reflexionar cómo y por qué hay que entrar en la narración de un crimen insoportable. 

«Nada de esa cercanía, entre lo ciego y lo cursi, que hay en el libro de Luisgé está en Jablonka. Ni en Capote o Carrère»

No soy buen consejero, ni amigo de Luisgé ni editor, no me hubiera hecho caso como a su agradecido grupo de colegas que le ¿ayudaron? en esta obra. Pero de haberla leído antes que los editores -no me imagino a Herralde en esta publicación- le hubiera recomendado esperar. Abordar ese crimen con otro punto de vista y otras lecturas. Recuerda Jablonka en su Laëtitia -por cierto también publicada en Anagrama- lo que dijo Patrick Modiano al recibir el Nobel de literatura: «Siempre he creído que el poeta y el novelista les ponían misterio a las personas a quienes la vida cotidiana parece anegar, y a las cosas en apariencia triviales… Desvelar ese misterio y esa fosforescencia que se hallan en el fondo de toda persona es cometido del poeta y también del novelista».

Así buceó Jablonka en la vida de la víctima, la hermosa joven asesinada cruelmente por un accidental amante, por una fatal atracción. Conmueve, duele, emociona, leer esa historia real contada como novela de no ficción en el que una chica crecida en el desarraigo, el sufrimiento y el miedo en sus entornos familiares, es asesinada por alguien que no merece tener la palabra, ni leer sus cartas, ni acudir a dar espacio a sus mentiras, ni compasión por su capacidad de hacer mal, ni creer en su arrepentimiento. Hay narración del mal, búsqueda de la sinrazón de ese instinto depredador, pero ni se le compadece, ni entiende, ni se le regalan ropas, ni se le hacen promesas de escribirle y no olvidarle. Nada de esa cercanía, entre lo ciego y lo cursi, que hay en el libro de Luisgé está en Jablonka. Ni en Capote o Carrère. 

El autor de El odio, en su libertad creadora, eligió otro camino. No es necesario ponerse visceralmente contra la masculinidad tóxica, ni hacer una llamada para redefinir virilidad y violencia. Aunque sí pensemos que deberíamos hacerlo en nuestro comportamiento de cada día. Creemos que nuestra sociedad y nuestro modelo patriarcal necesitan una reeducación, sí, pero no lo exigimos en el creador, de ficción o no ficción. Lo que le pedimos es que no se crea que «todos somos Bretón». Me niego, no creo que haya muchos como él. No soy Bretón, nunca lo seré. Y me alegro de que no sea «comprendido» ni leído. Lo digo desde quién ha leído y no comprende ni el estilo, ni la historia. La pequeña y miserable existencia de Bretón que, después de asesinar y quemar a sus hijos, piensa en salvarse, en ligar y en seguir disfrutando con el inmenso mal causado a su mujer, malquerida y manipulada, no merece quién la escriba. 

«El libro, si saliera, también tendría que pagar los derechos de autor al coescritor y asesino»

Maniático, banal, retorcido, acomplejado, follador tardío, compulsivo, machista que presumía con eso de «en mi casa mando yo». Y quien mandaba era una familia, la suya, de severidad cerrada y sacristía, autoritaria, severa y de una moralidad de tiempos oscuros y pasados. Presume de ser un maniático, no soporta el ruido que hacen los demás al comer, ni su aliento. Me hizo recordar los Crímenes imaginarios de Max Aub, esos crímenes que todos hemos disfrutado con poder hacer. Por ejemplo: «La maté porque era de Vinaroz». Porque era de Huelva, porque no era mía. O ese más maniático: «Le olía el aliento. Ella mismo dijo que no tenía remedio… Y como buen católico no creo en el divorcio». Sí somos asesinos imaginarios. Como aquel Archibaldo de la Cruz, en Ensayo de un crimen, de Buñuel, que se entregó a la justicia por creer que la imaginación delinquía y era un asesino solo por imaginarlo y desearlo.  

No es de esos Bretón. Sigue diciendo que espera salir de la cárcel, que el miedo a que le hagan algo, que le maten es suyo y no de «la de Huelva», así se sigue refiriendo a la madre de sus hijos asesinados.  

Es verdad que el libro que no se podrá comprar, el que leeremos sin dar dinero a unos ni otros, ni editorial, ni autores. Digo «autores» porque el libro si saliera también tendría que pagar los derechos de autor al coescritor y asesino. Estoy con Ruth Ortiz, con su valentía y su dolor. Con el coraje de no dejar que el malo gane otra vez.

Lo mejor del libro es la famosa cita del satírico Thomas De Quincey, tomada de su genial Del asesinato considerado como una de las bellas artes: «Uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le dará importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente». 



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