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Y el rock se hizo

by Marko Florentino
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Qué alegría más grande que a AC/DC le caiga tan bien Sevilla. Igual es más bien cosa de Gay Mercader, el promotor, gracias al cual el grupo ha recalado por tercera vez consecutiva en nuestra ciudad, la segunda de forma exclusiva en territorio español. Pero pensemos, porque nos ilusiona más, que es una decisión salida de la mente de Angus y sus chicos. Por aquello del sentimiento periférico. Al fin y al cabo, como Sevilla, ciudad sureña, ellos siempre tuvieron corazón de extrarradio. Desde las antípodas australianas (aunque los Young provenían de Escocia), lograron imponer su rock al resto del mundo, convirtiéndose en uno de los grupos más aclamados y con más seguidores de la historia. En eso siguen. Aunque muchos, por un tiempo, llegamos a pensar que mantenían cierto idilio con Madrid. En Leganés, de hecho, está la única calle que el grupo tiene en España. Y en Madrid, más concretamente en Las Ventas, fue donde el combo ofreció uno de los conciertos más memorables de la era Johnson, después empaquetado y vendido como el «No Bull». Pero resultó que no, que prefirieron volver a Sevilla. Taylor Swift, en cambio, prefirió Madrid. Que ella se quede con Madrid entera. Porque anoche, en Sevilla, solo había sitio para AC/DC. Porque anoche, Sevilla sonaba a rock ‘n’ roll.

Fui uno de los muchos que, en la visita del 16, al conocer que Brian Johnson se bajaba del carro y, sobre todo, al saber que sería Axl Rose quien lo sustituiría, decidieron recuperar el dinero de la entrada. Aquello, pensamos entonces, no era AC/DC. Mezclar a Axl Rose con Angus Young era como meterle piña a una pizza cuatro quesos. Porque AC/DC siempre suena a salado. No hay en todo el repertorio de los australianos (con la sonrojante excepción de «Love Song», ese tema infame que aparecía en la versión australiana de su primer disco, «High Voltage», y que del que hoy, como es comprensible, reniegan) ni una pizca de azúcar. Si fueran gintónic, sería gintónic clásico. Nada de cardamomo ni colorines ni aromas confusos. Y por supuesto, nada de copa de balón: chorreón generoso de ginebra, hielo y tónica en vaso de tubo de toda la vida. Bebida de estibadores, de gente recia y sin tonterías.

Anoche, los AC/DC arrasaron el Estadio Olímpico sin una pizca de concesión a la tontería. En plena era del autotune y la música digital enlatada, los australianos impusieron su condición de bestias analógicas. Las guitarras eléctricas todavía llenan estadios, y eso, para las más de 60.000 almas que abarrotaban anoche el Estadio Olímpico (contemplando el paisanaje, me atrevo a decir que más del 60%, de edad superior a la cuarentena) era un milagro, y también un acto incontestable de resistencia. Un logro que no está a la altura de casi nadie (exceptuemos a los Stones). Igual que casi nadie sigue manifestándose tan libre y ajeno a la corrección política, esa que ahora cancela los museos y los manuales de literatura. AC/DC sigue cantándole a las tetas, a los culos y a la gonorrea. Si bien es cierto que las referencias sexuales más explícitas han desaparecido, incluyendo la muñeca hinchable gigante de Rosie, un icono absoluto de las giras de los 90, sustituida ahora por un burdo y del todo insuficiente holograma.

En una reciente entrevista a Gay Mercader, el promotor parecía bastante convencido de que esta será la última gira de AC/DC. Los cuerpos, y especialmente la voz de Brian Johnson, no dan para más. La suerte que hemos tenido es que Sevilla sea el cuarto de los conciertos de la gira; cuando llegue al decimosexto, si es que llega, simplemente ya no habrá voz. Aunque tiene casi la misma edad que Rod Halford, resulta casi hiriente comparar sus torrentes (teniendo en cuenta, además, el lamentable estado de salud del líder de los Judas Priest). Anoche, en algunos momentos -ay, «Hells Bells»-, la voz de Brian Johnson sonaba como la de un gato que ha agotado sus maullidos después de una larga madrugada a la intemperie. Con todo, es preferible eso a un sustituto. Porque solo Brian Johnson evita la sensación de que asistamos al Angus Young Show. Y es que en AC/DC, solo él resiste ya como miembro primigenio. El pequeño Albie, como lo llamaban sus hermanos, sigue en exclusiva a los mandos de un proyecto cuya alma, en realidad, siempre fue su hermano. Malcolm, él era el verdadero corazón del grupo, hasta que la demencia alcohólica lo dejó en la cuneta. Phil Rudd, el batería, también quedó apartado por sus problemas con la justicia tras intentar tomarse la justicia por su mano contratando a unos sicarios. Cliff Williams, el bajista, simplemente dijo adiós: estaba cansado, quería abrazar la jubilación y a sus nietos. Y Bon Scott, bueno, Bon hace muchos años que quedó atrás. Estaba aún Bon cuando unos jovencísimos AC/DC, allá por los 70, asaltaron Londres con ganas de comerse el mundo. Una noche, fueron a ver a los Kiss. Tras el concierto, el pequeño Albie fue tajante: «Eso no es rock». Para Angus, el rock era otra cosa, algo orgánico, sucio, ruidoso, descontrolado. ¿Qué le diría el Angus del 76 a este Angus de ahora, al de los escenarios mastodónticos, las hileras de camiones con columnas de sonido, los potentes cañones y todo el atrezo barroco de fuego e infierno?

Pero arrancar el show con «If you want blood (You got it)» es toda una declaración de intenciones. Es confirmar que la impronta primitivista de la primera era de AC/DC, la era Bonfire, sigue viva. De hecho, el 60% del repertorio de aquel célebre concierto, el primero grabado de los australianos y el mejor de todos ellos, comparece en la gira Power Up. Ni rastro en el setlist de los discos ochenteros con los que AC/DC coqueteó con la estética y los sonidos MTV, a excepción de la canción de cierre, que justifica la tralla de los cañonazos ensordecedores. Y de las canciones del último disco, como es costumbre, solo un par. El resto, clasicazos ruidosos, en un itinerario que va in crescendo hasta el orgasmo sónico final. Y con una puesta en escena mucho más sobria que la de otras giras. El mensaje es claro: quieren ofrecernos sonido. Quieren regalarnos rock ‘n’ roll.

«Back in Black» es el segundo asalto. La canción que supuso la resurrección simbólica del grupo tras la muerte de Scott, y en la que ‘Johnna’ se defiende como puede. Tras ella suena «Demon fire», del último disco. A todos los grupos longevos, obligados una y otra vez a repetir los mismos temas, les ocurre algo parecido: están tan cansados de sus propias canciones que para no aburrirse acaban ofreciendo versiones alternativas. Lo singular en AC/DC es que las canciones realmente no varían: crean nuevas canciones sobre la base de temas ya existentes. Lo han hecho en numerosas ocasiones, y en el último disco lo hacen con «Demon Fire», que parece, por momentos, un calco de «Caught with your pants down», del disco Ballbreaker. Después suena «Shot Down in flames» (otro clásico del «Back in black»), y a continuación, una gran locura: «Thunderstruck». A lo largo de sus 50 años, AC/DC ha protagonizado varias muertes y resurrecciones. La superación de la muerte de Bon Scott es la más célebre, pero no la única. En 1990, el «Razor’s Edge» supuso una nueva resurrección, tras la olvidable travesía del desierto de los años 80. Y la culpa de esa resurrección fue el «Thunderstruck», y su serie rítmica de notas arpegiadas que se te introducen en el cerebelo desde el primer acorde como una culebra juguetona que aún hoy, después de más de 30 años, sigue provocando muchas cosquillas. A pesar de que la edad obliga a un tempo de ejecución más moroso, que el público comprende: hasta Angus Young se hace mayor. Tras «Thunderstruck», seguimos en el «Back in black»: «Have a Drink on Me» y «Hells Bells», otro himno incontestable, campana incluida. Con «Shot in the dark» se cierra el paseo por el último disco, y con «Stiff Upper Lip» y, varias canciones más tarde, el «Rock ‘n’ Roll Train», se cierra el paseo por el siglo XXI. Todo lo que viene después es un deleite de temas clásicos: «Shoot to Thrill» obra el milagro de que la audiencia levite con la Gibson SG de Angus; «Sin City» acaba por fastidiar la garganta de ‘Johnna’ y también de los fans (mañana, todos roncos); «Dirty Deeds Done Dirt Cheap» hace que las caderas cobren vida como zonas autónomas e indómitas del propio cuerpo. A partir de ahí, sobre un mar de cuernos, el éxtasis.

La historia de AC/DC se puede contar por la relación entre el culo de Angus y el público. Desde sus orígenes, el pequeño Albie acostumbraba a hacer calvos a la concurrencia, un gesto que dejaba a las claras la pose macarra y provocativa del grupo. Cuando llegó el éxito, ya en la era ‘Johnna’, en lugar del culo, mostraba sus calzoncillos, siempre con banderas nacionales, con los que hacía guiños a los países de cada concierto. Esto ocurría cuando sonaba «The Jack», el célebre tema en la que Bon Scott narraba sus vicisitudes con la gonorrea. En los últimos años, «The Jack» se cayó del repertorio, ergo ya no hubo culo. Las únicas calvas ahora son las que aparecen en el pelo canoso de Angus, que con la melena al viento recuerda más bien a Doc, el científico loco de Regreso al Futuro. Sus trajes de colegial ahora parecen de alta costura, y ha decidido dejar de teñirse. Se ha hecho mayor, ahora hace menos el payaso, pero su compromiso con el rock permanece intacto. Y eso se percibe con nitidez en el tramo final del setlist: «High Voltage», «Riff Raff» y «You Shook Me All Night Long» son puro rock. El «Highway to hell», un himno de fuego (cuernos del pequeño Albie incluidos). Y después, el despiporre: «Whole Lotta Rosie» y, sobre todo, «Let there be rock». Con sus más de 20 minutos, y con sus clásicos espasmos, caídas al suelo y gimnasia sensual con la Gibson SG, «Let there be rock» en vivo es en realidad un ejercicio mediúmnico, un enorme exorcismo, una conjura: Angus invoca al rock ‘n’ roll. Y el rock ‘n’ roll lo quiere, es su verdadero amor, el único posible. El rock se hace entre sus dedos, es una lucha sin cuartel, con la que todo el estadio comulga. Ascesis mística rockera: el cielo convertido en ruidoso infierno. Cuando acaba el «Let be rock», vienen los bises: el «TNT», con el cuerpo en carne viva y, finalmente, los cañones. Con el «For Those About To Rock», AC/DC nos saludan, saludan al mundo y se despiden. Cincuenta años de escenario. Cincuenta años de guitarras y de rock ‘n’ roll. Qué suerte la nuestra de haberlos acompañado durante este tiempo. Qué felicidad soplar con ellos sus cincuenta velas de fuego. Anoche, en Sevilla, se hizo el rock. Nosotros lo vivimos.



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