«El único derecho del oprimido es quejarse», escribía a fines del siglo XVIII el primer periodista político de nuestra historia al ministro, conde de Floridablanca. Hoy en un régimen democrático, ese derecho se mantiene, pero resulta insuficiente cuando el ciudadano percibe que un gobierno se entrega a una erosión continuada e irreversible de las libertades públicas. Entonces, el diagnóstico pesimista de la situación ha de llevar a la denuncia, aun a sabiendas de que la misma tropezará con el muro del sistema de poder que en su trayectoria «autocrática» -por usar sus mismas palabras- ese gobierno ha ido edificando. Denuncia de la degradación política en curso, acusación abierta contra aquel que la provoca: no existe otra fórmula para promover la resistencia democrática hoy necesaria en España.
En este sentido, el incidente de la perquisición judicial sobre Begoña Gómez ha sido la gota que colma el vaso, y al propio tiempo el espejo de hasta qué punto nuestro presidente está dispuesto a eliminar la división de poderes cuando sus intereses personales están en juego. Pedro Sánchez ha exhibido una vez más su concepción patrimonial del Estado, visto como simple instrumento de su voluntad, y por añadidura de un más que verosímil entramado de corrupción opaca, acompañante habitual de los gobiernos personales. Para el caso, la regla de oro es que la justicia no tenga entrada en el reservado político y familiar.
Así a diferencia de lo que ocurrió en el caso Urdangarin, cuando aun afectando entonces a una institución como la Familia Real, el infractor quedó sometido a la acción de la justicia, la ciudadana Begoña Gómez pertenece porque Sánchez lo impone a la esfera del privilegio. De hecho, lo estaba ya cuando recibió nombramientos en la Complutense para los que en principio carecía de titulación. Solo que ahora hemos ido más allá. No solo no declara ante el juez, convertido en un personaje difamado, hasta ser presentada su conducta como incompatible con «el Estado de derecho» por todas las voces y todos los medios del Gobierno, sino que lo hace dictaminando, en palabras de su abogado, que la investigación «carece de objeto».
Sánchez lo decide así, y para ello incluso recurre a puestas en escena lacrimógenas, entre el dolor y la ira, ya apuntadas en el famoso anuncio de los días de reflexión y en el montaje de su aparato de propaganda para descargar la condena de los ERE sobre el problema de Griñán, otrora grave y cariacontecido, hoy feliz y satisfecho. El desenlace de la tragicomedia es claro: Delenda est Iustitia!
De forma clamorosa y coincidiendo en el tiempo, la exculpación de los principales responsables políticos del caso de los ERE viene a confirmar la exigencia de señalar la responsabilidad de Pedro Sánchez por la vulneración reiterada del principio de división de poderes, reconocido en la Constitución de 1978. No solo al convertir al Fiscal General del Estado en simple instrumento de sus intereses, hasta incurrir en posibles infracciones tales como la revelación de secretos fiscales con el fin de dañar a un adversario político, sino también al desvirtuar la función que la ley fundamental asigna al Tribunal Constitucional, haciendo de él un tribunal de última instancia para anular las sentencias del Supremo que le resultan incómodas, en una clara invasión competencial.
«La prepotencia de Manuel Chaves, al sentirse libre, ha permitido ver cómo esa metamorfosis del TC desemboca en el esperpento»
Dicho de otro modo, Sánchez ha conseguido forzar su mutación contra natura, de árbitro supremo de la constitucionalidad de las normas, en arma jurídica para suprimir en beneficio propio y de los suyos la autonomía de los procedimientos judiciales.
La prepotencia de Manuel Chaves, al sentirse libre, ha permitido ver cómo esa metamorfosis del TC desemboca en el esperpento. El expresidente andaluz, no solo proclama su total inocencia, lo cual es perfectamente lícito, sino que llega a afirmar que el caso ERE, con sus millones de euros de defraudación, nunca ha existido, salvo como fruto de la acción de los perversos, PP y medios de comunicación. (Es de suponer que Chaves exculpará a los medios que en su día trataron de ensuciar la imagen de la jueza de instrucción que inició el caso, Mercedes Alaya, mal uso que entonces tuve ocasión de denunciar en El País).
Así que los ERE no debieron existir, no tuvo lugar el tránsito de la compra de un electorado rural cautivo a un enorme fraude, y por la misma regla de tres, pensamos, tampoco existieron las irregularidades y los tratos del entorno más próximo a Sánchez -mujer y hermano- y Ábalos nada sabía del caso Koldo. Un escenario de desapariciones sucesivas, de hechos demasiado reales, donde la intervención de la justicia sobre la eventual materia delictiva, resulta siempre desautorizada agresivamente por el coro de voces al servicio del Gobierno.
En efecto, toda actuación de la justicia adversa al mundo político y personal de Sánchez desencadena un efecto bumerán. Es un guion que funciona como las respuestas telefónicas automáticas. Primero, negación airada de la evidencia (por sólida que esta sea). Segundo, culpabilización personal del titular de la instancia judicial (descalificándole). Tercero, la responsabilidad última es del PP. Siempre sin un solo dato concreto que avale tan rotunda recusación de la acción de los jueces. Releamos para ilustrarlo las últimas declaraciones de Chaves a El País.
«Insultar a la Corona es libertad de expresión; la investigación sobre posibles actuaciones irregulares de él o de los suyos, ‘un bulo’
En síntesis, si a la impunidad general de las acciones del poder, y allegadas, se une la subordinación radical del Legislativo a la voluntad del presidente y una manipulación sistemática de la información estatal y de los medios públicos, la única consecuencia a extraer es que nos encontramos abocados a una irreversible deriva dictatorial.
Umberto Eco lo anunció en su «fascismo eterno» y Antonio Scurati ha insistido en ello recientemente, al diagnosticar la involución autoritaria, protagonizada por la derecha en países como Hungría e incluso en la Italia de Giorgia Meloni. Pero también hace décadas, desde el espejismo totalitario de Fidel Castro a las sórdidas dictaduras latinoamericanas del presente, sabemos que la izquierda no está para nada exenta de seguir un camino similar.
¿Qué otra cosa subyace al rótulo de «regeneración democrática» anunciado por Pedro Sánchez? Recapitulemos. Su poder personal por encima de las leyes, sin división de poderes, desigualdad jurídica (ley de Amnistía) y fiscal (Cataluña), satanización de toda crítica, medios de comunicación sometidos al Estado… Se ha dicho que su discurso en el Congreso es un parto de los montes, del mismo modo que fue escrito en su día que el numerito de la reflexión no sirvió de nada. Ello es inexacto.
Otra cosa es que en toda la faramalla de buenas palabras, apenas despunten dos aspectos en apariencia irrelevantes: su propósito de subvencionar más a los medios dóciles y el anuncio semioculto de la sanción al medio que atente al honor individual (al suyo). Por aquí irá «la regeneración». Insultar a la Corona es un acto de libertad de expresión; la investigación sobre posibles actuaciones irregulares de él o de los suyos, siempre algo criminal, «un bulo». Más aún, cualquier crítica al Gobierno es un bulo.
«El discurso del Gobierno se mueve sin descanso sobre el eje de la desinformación y de la falsedad»
Al cumplirse el primer aniversario del 23-J que le abrió el camino del Gobierno, no corresponde en consecuencia dirigir a Pedro Sánchez una felicitación, sino una seria de acusaciones demasiado justificadas. Primero, por esgrimir la libertad de expresión con la intención real de amordazarla. Segundo, por proponer como fin de su política la eliminación de la mentira, cuando desde las primeras informaciones sobre la pandemia hasta los golpes recientemente dados contra la democracia, tales como la llamada ley de Amnistía, o el propósito de ofrecer un privilegio fiscal a Cataluña, el discurso de su Gobierno se mueve sin descanso sobre el eje de la desinformación y de la falsedad. (Ningún ejemplo más claro que la impresentable y reiterada falsificación en la lectura ofrecida del dictamen de la Comisión de Venecia sobre el proyecto de ley de Amnistía: el engaño como fórmula de Gobierno). Tercero, por llenarse la boca de progresismo y democracia cuando sus acciones y propósitos someten normas e instituciones a su decisionismo y a sus intereses personales. Cuarto, por impulsar paso a paso la fragmentación del Estado, atendiendo exclusivamente a su aspiración de perpetuarse en el Gobierno.
Y, en fin, por dirigir todo ello a la siembra del odio entre españoles, como supo ver la Comisión de Venecia sobre la amnistía, creando una divisoria insalvable entre las corrientes constitucionalistas. Una finalidad ajena tanto al espíritu europeo como a la tradición socialdemócrata, y funcional en cambio para la nueva era de caudillos que proceden a vaciar la democracia desde el interior de la democracia.
Más allá de la culpabilidad o de una inocencia que corresponde establecer a la justicia, esto es lo que nos jugamos aquí y ahora de imponerse el carpetazo buscado por Sánchez en el asunto de Begoña Gómez. Hará todo por conseguirlo.