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¡Alto, Guardia Civil!, gritó la cabo Valdés

by Marko Florentino
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En el frontispicio de Borroka, me desconcertó que Alfonso J. Ussía puntualizara que el término en cuestión significa ‘lucha’ en «Norteña», que invocara una suerte de territorio de resonancias legendarias, a contracorriente del crudo realismo que rebosa su novela, un vibrante homenaje a los guardias civiles que pusieron sus cuerpos (literalmente, no al modo en que corea la izquierda) contra ETA, sin desmerecer el valor de quienes prestaban servicio en Inchaurrondo, un énfasis que, dado el estigma que pesa sobre el cuartel, raya en lo contracultural.

No bien mediada la lectura, presumí que tal vez ese Norteña fuera una sutil advertencia para alérgicos a los aliños literarios. O tal vez no. En mi juventud, por diversas circunstancias, conocí a varios policías nacionales que habían estado destinados en el País Vasco y sufrían el llamado ‘síndrome del Norte’. Muchos de ellos rehuían hablar de Irún, Pamplona o San Sebastián; se referían, secamente, al Norte, una coordenada cuyo subtexto, tanto más estremecedor a fuer de eufemístico, englobaba de manera eficacísima la miseria moral en la que habían estado inmersos por 120.000 pesetas al mes. A qué conceder a Fuenterrabía, Mundaca o Lequeitio el privilegio de la singularidad, si «Norte» aludía al rasgo primordial de todos los pueblos del lugar: la ausencia de libertad

Ningún libro es estrictamente necesario ni debería-leerse-en-todas-las-escuelas. Así y todo, el de Ussía Jr. viene a llenar un vacío en la ficción española: el de la obra que traza una frontera indeleble entre los buenos y los malos. Los buenos y los malos, sí, no vaya a doblegarnos el pudor a estas alturas. A un lado, quienes se jugaron la vida en defensa del Estado de derecho en condiciones casi tercermundistas; al otro, la banda de serial killers y las decenas de miles de malnacidos que les daban voto, cobijo y comunión, y que celebraban sus crímenes en las herrikos. Esos que, al enterarse de que había habido un atentado, lo primero que preguntaban, salivando, era: «¿Cuántos?». Minuto de juego y resultado. 

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Dichosamente, la nítida divisoria que, en Borroka, distingue a los héroes de los villanos no redunda en que la escritura se deslice hacia el trazo grueso; antes bien, da cuenta de la audacia de un narrador que, sin faltar a las convenciones del género, y tras una ardua labor de documentación y no pocas entrevistas con mandos antiterroristas, toma partido por la pedagogía democrática. Y lo hace sin temor a que los morigerados de turno le acusen de maniqueísta, de que haya osado pasar por alto, oh, esa «inmensa gama de grises» que media entre la bala y el cráneo. E Impugnando, además, la actitud beatífica de nuestros mediadores de cabecera: los Medem, Cobeaga, Bollaín, Aramburu, Évole… eternos aspirantes al Princesa de Asturias del Abracito.

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Borroka: Años de plomo y sangre
Alfonso J. Ussía

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