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El régimen posconstitucional, por Andreu Jaume

by Marko Florentino
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Durante estos días de transición se ha producido en Estados Unidos un fenómeno muy elocuente con respecto al momento que estamos viviendo en las democracias occidentales. El presidente Biden, después de haber indultado a su hijo por haber sido, a su juicio, víctima de una persecución política, firmó otros indultos preventivos que benefician a hermanos, cuñados, militares, funcionarios y políticos, protegiéndolos así de una eventual venganza por parte del presidente electo. Por su parte, Trump, el gran hortera, nada más llegar al despacho oval, se apresuró a ordenar el perdón de la mayoría de los asaltantes al Capitolio, el mismo santuario público en el que acababa de jurar cumplir y defender la Constitución, aduciendo exactamente las mismas razones para el indulto que Biden.

La medida de gracia es una excepción de origen teológico que, como tantas instituciones del derecho, ha perdurado en el orden laico sin perder del todo su vinculación divina. A lo largo de su historia, el indulto ha conocido un complejo debate que, incluso en el seno de las monarquías medievales, exigía límites y prevenciones contra esa facultad del soberano. En pleno Renacimiento, Jean Bodin, en su tratado Los seis libros de la República, dejó claro que «el príncipe soberano no puede conceder gracia de la pena establecida por la ley de Dios, del mismo modo que no puede dispensar de una ley a la que él mismo está sujeto. Las gracias otorgadas para tales crímenes traen como consecuencia las pestes, las hambres, las guerras y la ruina de las repúblicas». Ya en la modernidad, el Estado de derecho contempló en líneas generales la gracia como un poder discrecional del Ejecutivo para los excesos en la aplicación del castigo. Puesto que la clemencia no puede ser sujeto de juicio, la gracia, aun con su prerrogativa de origen prelegal, hace su aparición para resolver aquello que la laicidad no consigue superar.

«Tanto la izquierda, ebria de fervor identitario, como la derecha, contagiada de lo mismo en justa correspondencia, han acabado por invalidar el pacto fundacional de la democracia moderna basado en el principio de ciudadanía»

El problema de la excepción dentro del ordenamiento jurídico fue investigado en el siglo pasado por pensadores como Carl Schmitt, Jacques Derrida o Giorgio Agamben. Para Schmitt, como bien se sabe, «soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción», según se lee al principio de su Teología política. Siguiendo a Schmitt, Agamben concluyó que la excepción no es la sustracción de la regla ni su negación, sino la constitución misma de la norma, un extremo que se habría ido confirmando a lo largo de este siglo XXI, en el que las democracias liberales, incapaces de hacer frente a los problemas que desbordan su marco jurídico, se ven obligadas a echar mano, cada vez con mayor frecuencia, de la excepción.

El caso de los indultos de Biden y Trump, coincidentes en ese punto, es en ese sentido muy revelador. No es por supuesto la primera vez que un presidente firma indultos generales. En España, en el año 2000, el Gobierno de Aznar, obedeciendo, según dijo Ángel Acebes, entonces ministro de Justicia, a una «petición papal» por el fin del milenio, indultó a más de 1.400 condenados. (Qué frustración debieron de sentir los pobres condenados en el 2001, conscientes de que el regalo no les llegaría hasta el siguiente milenio). Y Bill Clinton se despidió también con el perdón de 140 delincuentes, entre ellos algún billonario donante de su campaña, como quien no quiere la cosa. Pero ahora, parafraseando a Bodin, los dos presidentes han decidido dispensar a los suyos de las leyes a las que ellos mismos están sujetos, propiciando con ello la expansión de la peste en la república. Biden, traicionando sus propias promesas al respecto, ha puesto su condición de padre por encima de la de presidente. Y al esgrimir «una persecución política» en la causa contra su hijo, ha terminado dándole la razón a Trump, que también justifica el perdón a sus delincuentes por ser víctimas a su entender de otra persecución política. Trump es además el primer presidente que asume el cargo con una condena que, sin embargo, no apareja ninguna pena por la inmunidad de la que goza como felón inviolable.

En España hemos sufrido también, por parte en este caso de un Gobierno presuntamente de izquierdas, del mismo abuso de la gracia. Puigdemont exigió la amnistía para acabar con la «persecución política» que a su juicio sufrían todos los que habían formado parte del proceso insurreccional contra el orden constitucional vigente. Y Pedro Sánchez, primero durante la pandemia –con un confinamiento que fue declarado inconstitucional– y ahora, cuando no le importa seguir gobernando sin presupuestos y al margen del legislativo, como cínicamente admitió, por no hablar de su ridículo retiro de cinco días para meditar su posible dimisión, está actuando cada vez más dentro de la excepción y al margen de la Constitución.

Este año se cumplirán ochenta años del final de la Segunda Guerra Mundial. La derrota del nazismo supuso una enmienda a las teorías de Schmitt en defensa del soberanismo y contra el constitucionalismo de Hans Kelsen. Escarmentados de las tentaciones totalitarias a izquierda y derecha, toda Europa volvió a los principios fundamentales que habían sido vulnerados por los mismos motivos que hoy esgrimen los nuevos autócratas de toda laya. La caída del muro de Berlín pareció confirmar la inercia, hasta que las sucesivas crisis que hemos ido viviendo en Occidente desde principios de siglo empezaron a evidenciar la impotencia del sistema. Tanto la izquierda, ebria de fervor identitario, como la derecha, contagiada de lo mismo en justa correspondencia, han acabado por invalidar el pacto fundacional de la democracia moderna basado en el principio de ciudadanía.

Russell Vought, candidato a director de la Oficina de Administración y Presupuesto de la Casa Blanca, ha hecho hace poco unas declaraciones muy clarificadoras. Cuando le preguntaron por qué él, siendo conservador, no quería preservar las instituciones del país, contestó sin ambages que «ya no queda nada por conservar» porque, a su juicio, Estados Unidos ha entrado en un «régimen posconstitucional». No hay duda, por tanto, de las intenciones destituyentes de la nueva administración, preludio a su vez de lo que nos espera en el resto del orbe liberal. En su discurso inaugural, Donald Trump, con ese gesto torcido de perpetua insatisfacción propio de los egomaníacos que nunca logran saciar su narcisismo, dijo literalmente que él había sido salvado por Dios para hacer América great again. Como soberano, investido e indultado por la gracia divina, prometió el paraíso en la tierra, que como sabemos desde tiempos inmemoriales es la máxima excepción a la maldita regla.

Tanto el movimiento woke como ahora el MAGA han puesto la política al servicio de la identidad, sacrificando el bien común. Uno de los propósitos apenas disimulados de la administración Trump estriba en despojar al Congreso y el Senado de sus atribuciones, buscando lagunas legales que permitan dotar al presidente de un poder absoluto en el manejo de los presupuestos dedicados por ejemplo a Medicaid –el sucedáneo de Seguridad Social que tienen en Estados Unidos, por supuesto para liquidarlo– o al control del ejército, que Trump prevé utilizar, saltándose los principios básicos de la Constitución, contra los inmigrantes o los manifestantes, como ya intentó en su primer mandato. De ahí la nominación de Russell Vought para el control del gasto. 

Aunque nada está del todo decidido, no hay duda de que estamos ante un cambio de régimen del que todavía sabemos muy poco. Como decía Stendhal, un país no cambia de verdad hasta que no empiezan a cambiar los necios. Y ahora hay un visible y espectacular relevo de idiotas en el panorama mundial. De ahí ese desfile teratológico que no ha hecho más que empezar y que algún día, pasada la tragedia, volverá a ser comedia.  Ahora, de momento, aún podemos seguir riéndonos.





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