Se diría que la pregunta por la inteligencia artificial es la pregunta por el futuro de la humanidad. O una de ellas. ¿Nos dirigimos hacia un mundo cada vez más virtual y abstracto o hacia otro que liberará espacios de ocio para devolvernos a la realidad? Sospecho que lo primero, pero el ser humano es tan misterioso que nunca se sabe cuáles son los senderos que tomará. Esta semana pasada leía dos comentarios distintos que ponían en duda el futuro de la educación tal y como la conocemos. No aportaban argumentos banales y conviene que nos detengamos en ellos, aunque sólo sea para una primera aproximación.
Hollis Robbins, en un artículo recientemente publicado en su boletín de Substack, advierte que, a partir de ahora, las universidades deberán justificar su existencia según un criterio brutal: el profesor que no pueda aportar nada a lo que las inteligencias artificiales ya saben enseñar se considerará prescindible. La idea es perturbadora. Si una IA es capaz de diseñar experimentos mejor que un profesor o de escribir ensayos más brillantes que un alumno o de corregir un texto con más rigor que un catedrático, ¿para qué entonces tenemos que cursar estudios superiores? Si este fuera caso, el futuro estaría marcado por el colapso de la universidad. Menos profesores, menos cursos, menos burocracia, menos administración. Lo que quedaría sería un esqueleto de investigación avanzada unido a tecnología de vanguardia: un territorio fronterizo para una superélite.
La intuición de Peter Thiel, en cambio, va por otros derroteros. El fundador, siempre polémico, de PayPal y de Palantir sostiene que, en un mundo dominado por las inteligencias artificiales avanzadas, las carreras científicas perderán su prestigio. Programadores, analistas de datos, ingenieros, todos ellos serán reemplazados en muchas de sus funciones por máquinas que no se cansan, que no dudan ni cometen errores humanos. Lo verdaderamente irrepetible –argumenta– serían entonces las humanidades: la capacidad de escribir con un estilo propio, de leer la gran literatura con sentido, de elaborar relatos y discursos que alimenten el alma. Es decir, todo aquello que no se puede replicar: lo esencialmente humano.
Es tentador imaginar un futuro en donde el último reducto de la inteligencia humana sea la literatura, la filosofía o la historia. La IA ahora mismo sintetiza un gran caudal de información con gran rapidez, imita estilos literarios con cierta verosimilitud, y se atreve a escribir poesía o narraciones. El problema es que lo hace sin intención, sin un deseo genuino, sin una historia que contar. Thiel intuye que la clave, más que en la ejecución, radica en la originalidad: el modo en que un escritor o un pensador puede ver el mundo desde una perspectiva que una máquina, atrapada en patrones, no sabe reproducir.
«La originalidad humana no es una condición garantizada, sino una destreza que debe cultivarse»
Sin embargo, su optimismo también admite matices. La originalidad humana no es una condición garantizada, sino una destreza que debe cultivarse. Si la educación superior deja de formar pensadores críticos y narradores singulares, ¿qué nos haría suponer que la creatividad humana continuará floreciendo? En ese caso, a menos que la educación –de abajo arriba– reformule su propósito, podría ocurrir que ni la ciencia ni las humanidades logren esquivar la sombra de la Inteligencia Artificial.
Si Thiel tiene razón, las universidades deberían convertirse en centros donde la enseñanza no se reduzca a la transmisión de conocimiento, sino que aspire a la creación de significado. Pero esto choca con la realidad de unas instituciones que ofrecen un producto de masas, estandarizado, cuantificable, diseñado para la repetición más que para la innovación.
De hecho, si el futuro de la universidad es su destrucción, la pregunta que sigue resulta aún más perturbadora: ¿dónde aprenderemos aquello que las máquinas no pueden ya enseñarnos?