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La Cuesta de Moyano y los libros de viejo, por Javier Rioyo

by Marko Florentino
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«De los libros que leo unos resultan estimulantes y no hacen sino agitar,

remover lo que poseo, y otros me sirven de alimento, alimento cuya substancia

se transformará en la mía»

Paul Valéry  

Pocos placeres para los buscadores de aventuras, para los amantes de viajes alrededor de su propio cuarto y, sin embargo, de saber que podemos fugarnos a los Mares del Sur, al territorio de La Mancha, a la torre Martello de Dublín, a Roma peligro para caminantes a los fervores de Buenos Aires o a la busca del tiempo perdido en París. Todos los viajes nos esperan en los libros. Sin ellos seríamos distintos, quizá peores. Somos visitantes de librerías de viejo, de libros que se resisten a morir, de historias que nos estaban esperando, con imprevistas iluminaciones, senderos que se bifurcan y odiseas sin peligro. Somos lo que leemos. Buscamos libros desde pequeños, desde la isla del tesoro o desde el secreto del Unicornio. Somos todavía aquel niño que se soltó de la mano del padre en la Cuesta de Moyano, que encontró aquellos amigos imaginarios que ya no le abandonarían en la vida. 

Somos buscadores, letraheridos, rastreadores entre tentaciones escondidas en los libros. Por esa Cuesta hemos paseado nuestra vida. Hemos encontrado lo que no buscábamos. Y seguimos haciéndolo. Ahora la Cuesta de Moyano cumple cien años y sigue siendo un corazón de la ciudad, con achaques, subidas, bajadas, sustos y resistencias. Hay que cuidar, visitar, pasear y dejar unos euros a esos resistentes libreros del mayor escaparate libresco de España. Un lugar para atender, preservar y ayudar. Nos han robado muchos paisajes, pero la Cuesta sigue viva, aunque tantas veces doliente.

El placer de hojear muchos libros pero saber quedarnos con pocos. Y tener, buscar, conseguir el tiempo para leerlos. A veces Schopenhauer tiene razón, pero no debemos rendirnos, los pesimistas muchas veces están bien informados, pero eso no debe impedir que sigamos emprendiendo el difícil camino de la felicidad, esa cosa que se esconde dentro de nosotros, pero que no podemos encontrarla fuera. Seguir buscando y ser capaces de encontrar el tiempo recobrado para dedicarlo a los libros. Decía el pesimista pensador: «Comprar libros sería algo bueno si también se pudiera comprar el tiempo para leerlos; pero, por regla general, se confunde la compra de libros con la apropiación de su contenido». Puede ser así, pero también estamos en nuestro derecho de ser soñadores, a creer que nos merecemos que nos toque el tiempo y la lotería. No es fácil, pero seguimos comprando y ¡que nos quiten lo leído!

Hace unos días, estuvimos hablando en una caseta de Moyano sobre los años de los libros prohibidos con tres habituales de ese paseo. Dos hablaban de oídas -Antonio Lucas y Ángel Antonio Herrera-, no vivieron el tiempo de tener que acudir a las trastiendas para comprar un Celaya, un Miguel Hernández y hasta un Juan Marsé. Los leyeron ya como libros libres. No es ese mi caso. Sin lloriquear mucho, los pude encontrar con poco esfuerzo y alguna información. Como dijo Rosa Montero, a Franco ya lo habíamos matado. El franquismo era una losa, pero tenía muchas fisuras. Mi padre tuvo que comprar allí, casi a escondidas, el Origen de las especies de Darwin, que no compartió con sus hijos. Él sí había sufrido los tiempos duros de la dictadura y sabía lo que no debía enseñar, aunque nunca nos legó ningún rencor. Guardó silencio y siguió leyendo. Y nosotros lo leíamos a escondidas para no sembrar discordia ni censuras.

Yo fui de aquellos compradores de libros «prohibidos»; desde los coñazos catecismos del marxismo, hasta la crítica historia del Opus o las otras historias no imperiales de nuestro pasado. Lo hicimos sin heroicidades, mixtificaciones o relatos épicos de la lucha de los antifranquistas. Aunque no tuviera razón Manuel Vázquez Montalbán cuando dijo aquello de: «Contra Franco vivíamos mejor», la verdad es que no vivíamos mal, éramos más jóvenes, más ilusos hasta que llegaron los años del desencanto, del escepticismo, en el que seguimos navegando sin aspavientos. Y seguimos viviendo con libros sin dejar de recordar lo que Lichtenberg nos dejó avisados: «Un libro es un espejo; si un simio se mira en él, es difícil que se refleje un apóstol».

«Hoy viernes en la Cuesta de Moyano hay reunión de visitantes habituales y libreros que compartirán paseo y libros con la reina Letizia»

Así es, yo me sigo mirando en, por ejemplo, la novela de Pereda, Pedro Sánchez, y no me convierto en ese trepa de protagonista. Curiosa novela hoy olvidada dónde el santanderino abandona la tierruca y su Pedro Sánchez viene a Madrid para medrar, engañar y hacer negocio. No hay que preocuparse, si se produjera el milagro -Dios no lo permita- de que este Pedro Sánchez que nos ha tocado en suerte, es un decir, la leyera, tampoco sería ese personaje de Pereda al fin humano, demasiado humano.

Hoy viernes en la Cuesta de Moyano hay reunión de visitantes habituales, clientes y libreros que compartirán paseo y libros con la reina Letizia. Esta buena lectora fue una joven conocedora de este territorio, de sus tiempos de tener que comprar libros de ocasión. Con ella vendrán algunos de los menos frecuentadores de esta cuesta, los de No soy de la Cuesta, pero me hago la foto con la Reina entre libros que siempre queda muy bien para seguir entre momios y sus disimulos. Apaguémonos todos, saquemos pecho, presumamos de lo que ni somos ni se nos espera. La fotografía con Letizia será la verdad de sus mentiras. Por allí pasearán mandatarios culturales que han sabido llegar a este lugar de los libros usando Google Maps. Menos fotos, más empeño y más ayuda en la defensa de ese lugar que debería ser patrimonio inmaterial de la humanidad. Es el tiempo de rearmarnos de libros. 

Recuerdo que en los años progres de Carmena, cuando estaban en el machito aquella pandilla de «asaltadores de purgatorios» -con ese espíritu de verbena para el pueblo y taberna para nuestra cartera- hicieron que la Cuesta de Moyano pareciera una feria de churros, falso casticismo y horteras vanidades populares, aunque progresistas, of course. Casi se la cargan. Están en ello. No están solos, se acompañan de más o menos Madrid. Y por si no fueran pocos, la responsable del distrito de Retiro, Andrea Levy, está por introducir música a todo trapo para espantar a los buscadores de tesoros baratos en forma de libro. Por favor, si hay que poner algo, que sea un café literario, un lugar adecuado para leer lo que has comprado. Aunque siempre nos quedarán los bancos del Retiro, también muy necesitado de mejorar su oferta hostelera. ¿Es tan difícil?

La asociación Soy de la Cuesta pelea en compañía de los libreros por mantener y devolver esplendor a esa enorme librería a cielo abierto. Se inició por una curiosa historia unida a la memoria de uno de sus históricos libreros, Pepe Berchi. Un librero ejemplar, un señor que se presentaba en su caseta con corbata y zapatos limpios, con educación y liberalidad. Fue memoria de la Cuesta, de la creación de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión -que seguirá festejando todavía unos días en el paseo de Recoletos- y de búsquedas y encuentros culturales memorables. Uno de esos tesoros, que mantenía en el secreto de su casa, fue encontrado por su nieta Lara Berchi. Era una correspondencia de dos de las figuras de la cultura española. De dos amigos con posiciones políticas antagónicas y con cercanías y diálogo abierto siempre: José Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu. Uno murió asesinado por ser «fascista», el otro tuvo que exiliarse por no serlo.

«Que ese lugar no se desvanezca, que viva otros centenarios. Que sigan esas vidas de libros y libres lectores»

Historias de la España brutal, enfrentada, polarizada y fanatizada. Ramiro fue un antiguo nihilista poco amante del cocido, cercano a la prosa británica. Terminó como un culto protofascista, un hombre moral, sensato, burgués y dialogante. Ortega, europeísta, republicano arrepentido, pensador esencial de nuestras cultas y necesarias rebeliones; amante de los toros, la caza, las señoras elegantes y el debate permanente sobre nuestro mundo, nuestros errores y nuestros fatalismos. De amigo de la República a «no es esto, no es esto» hay un camino de un español ejemplar en su obra y singular en su vida. La correspondencia entre esos amigos, españoles y cosmopolitas, fue vendida a la Biblioteca Nacional para con parte de ese dinero emprender esa aventura de rescate y atención a un lugar de concordia. Como lo fue, y deber seguir siéndolo, la Cuesta con el librero Riudabets, falangista indispensable historia de Moyano cerca del izquierdista razonable Paco Moncada.

Cuesta de Moyano, «Cuestecita de Moyano», que cantaba Pepa Flores, recordando que también fue refugio nocturno en la posguerra de encuentros de amor mercenario a mano. Me contaba el penúltimo bohemio, Pedro Beltrán, que esos fugaces amores de pago tenían dos precios: uno con ropa (guantes) o a mano, a «pelo». Otros tiempos, otra Cuesta que tanto vio pasear a Pío Baroja, culto, escéptico, necesario narrador de lo que fuimos, un burgués, irónico, con una obra que sigue viva en las casetas de la Cuesta y fuera de ella. Que ese lugar no se desvanezca, que viva otros centenarios. Que sigan esas vidas de libros y libres lectores. Que viva la Cuesta y viva don Pío.



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