«El despotismo parece que conviene a los países cálidos». No sé, y no lo creo, si entre las lecturas de Rodríguez Zapatero o Sánchez las obras de Juan Jacobo Rousseau ocupan un lugar preferente. Pero esta frase suya, que Salvador de Madariaga rescató en su ensayo El ocaso del imperio español en América, ilustra la mirada oblicua y contradictoria del pensador francés al que don Salvador atribuye especial influencia en el movimiento independentista de América frente al centralismo borbónico. Pensaba el intelectual más ilustre de los exiliados por la dictadura franquista que Bolívar, y en general los militares rebeldes contra la corona en la América hispana, habían sido influidos poderosamente por el autor del Contrato Social. Las meditaciones de este sobre el comportamiento humano, y su creencia en la imposibilidad de lograr una forma de gobierno que ponga la ley por encima del hombre, habrían impregnado la orientación de los movimientos revolucionarios.
Viene todo esto a colación de algunos eventos que confluyeron ayer, día 11 de septiembre, en la política española. Por un lado, la celebración de la diada catalana en fechas cruciales para el futuro de la gobernación de la autonomía. Por otro, la apertura de sobres respecto a los recursos al Tribunal Constitucional contra la ley de amnistía. Y finalmente la evolución del conflicto venezolano y el refugio en España del presidente electo por amplia mayoría de los ciudadanos de aquel país, a quien el Gobierno español se niega por el momento a reconocer como tal. Episodios todos ellos que reflejan la ausencia de un proyecto político coherente por parte del inquilino de la Moncloa y una enfermiza voracidad de poder. La elección de la nueva presidenta del Poder Judicial por amplia mayoría del Consejo, y a espaldas del aparato de los partidos, es la única buena noticia que en parte nos compensa.
En cuanto al conflicto catalán, merece la pena comentar el pacto inaudito, y semi secreto, firmado por el Partido Socialista de Cataluña y Esquerra Republicana. El documento dice lo que dice y no dice lo que no dice, como nos explicó con oratoria inmarcesible la vicepresidenta primera del Gobierno. Y lo que dice textualmente es que, a cambio de investir como muy honorable presidente de la Generalidad al señor Illa, este se compromete a impulsar un sistema de financiación singular que avance hacia la plena soberanía fiscal, basado en la relación bilateral con el Estado y la recaudación gestión y liquidación de todos los impuestos. También que se pretende reforzar los pilares del reconocimiento nacional de Cataluña, especialmente el modelo de escuela catalana, el fomento del uso social del catalán y la acción exterior de la Generalitat. Pues bien, al margen de que el artículo 149 de la Constitución establece que el Estado tiene competencia exclusiva sobre la Hacienda general y las relaciones internacionales, el artículo 158 crea un Fondo de Compensación con el fin de corregir los desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad. No hay excepción a esta norma más que la expresa en la disposición adicional primera de la Carta Magna respecto al amparo y respeto de los derechos históricos forales. De manera que una lectura desapasionada y correcta de la Constitución debería invalidar el pacto del señor Illa.
«Si España avanza no es tanto gracias al Gobierno sino a pesar del mismo»
Pero más llamativo es el llamado que se hace a la soberanía. Esta palabra solo aparece tres veces en la Constitución de 1978: para establecer que la soberanía nacional reside en el pueblo español y que la Nación española en el uso de esa soberanía desea promover el bien de cuantos la integran; mientras que, según el artículo 8 de nuestra ley de leyes, las Fuerzas Armadas tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Por lo demás, si los firmantes del acuerdo hubieran consultado la definición del propio término soberanía según el diccionario de la RAE, frecuentemente normativo en los tribunales, habrían sabido que soberanía es el Poder político que corresponde a un estado independiente. No hay soberanía fiscal ni de ningún otro género sin independencia. Y si Illa se compromete a impulsarla tendrá que hacerlo mediante una reforma Constitucional, como lo intentó en su día Ibarretxe para el País Vasco, y no en un cuarto a oscuras y en secreto a cambio de ejercer, por lo menos en apariencia, el poder autonómico catalán. Lo que dice la Constitución, señora Montero, es lo que dice, y no dice lo que no dice.
Tampoco dice nada de la amnistía, aunque prohíbe los indultos generales, pero ya aseguraron en su día, entre otros, Sánchez y su entonces ministro de Justicia, señor Campo, actual miembro del TC, que era absolutamente anticonstitucional. Este último lo estableció así por escrito y con su rúbrica en un documento oficial en el que defendía y explicaba el indulto para los líderes del intento de golpe de Estado perpetrado por la Generalitat catalana. Debido a ello, el exministro ha pedido abstenerse en el veredicto del alto tribunal sobre el recurso de la propia ley, argumentando su anterior implicación al respecto. Pero la objeción que él hizo pública y oficial no fue contra la norma ahora recurrida sino contra el principio teórico de la posibilidad de una amnistía, antes de que existiera siquiera un proyecto al respecto, que surgió más tarde de las negociaciones, otra vez secretas, entre los golpistas y el gobierno de España. No entraré en discusiones jurídicas para las que no estoy capacitado, pero el sentido común y un mínimo comportamiento moral llevan a concluir que no hay motivos objetivos, o al menos no están claros, para que el señor Campo se excuse de explicar su opinión, públicamente conocida y formalmente establecida, de que cualquier amnistía, no solo la concreta de la ley que se recurre, es imposible en nuestro ordenamiento jurídico. Su participación ayudaría a esclarecer el problema.
El desmantelamiento y acoso a nuestras libertades constitucionales, perpetrado de continuo por el actual equipo de Gobierno, no empaña por lo demás la veracidad del eslogan con el que ahora se publicita a sí mismo: España Avanza. Y es verdad. Pero como en el tardofranquismo, ahora en este tardosanchismo, por más que dure lo que dure y lo que quieran Puigdemont, Podemos, Sumar, el PNV, Bildu o Esquerra Republicana, si España avanza no es tanto gracias al Gobierno sino a pesar del mismo.
Esta semana catalana se complicó aún más cuando el lunes se supo el notición de que Zapatero a tus zapatos, y a los de su amigo el tirano de Venezuela, había pactado conceder asilo político en España al presidente electo de ese país en los últimos comicios. Curiosamente al mismo tiempo que le declara un héroe, Sánchez se niega a reconocer su derecho a ser investido el próximo enero. El episodio justifica con creces el introito de este articulo que ya agoniza. El propio Bolívar murió en el exilio, empobrecido de poder y dinero, abandonado por sus generales, expulsado de Venezuela y Perú, acogido temporal e irónicamente en un consulado de la España contra la que levantó una insurrección en toda América. La sucesión de guerras civiles en el siglo XIX en nuestro país solo tiene parangón con las muchas que hubo también entre los protagonistas de las independencias. El mito de las dos Españas no es exclusivo de la península ibérica y parece incrustado en el ADN de la América española. También la tendencia rousseauniana, ante la imposibilidad de establecer el imperio de la ley, a instaurar lo que el francés llamaba despotismo arbitrario. Todo déspota lo es.
«Zapatero, que ya se negó en su día a rendir tributo público a las barras y estrellas americanas, no ha cesado de estrechar manos en Caracas, sin que sepamos de verdad a cambio de qué»
La de Maduro es una tiranía que ha empobrecido a su país, empujado al exilio a ocho millones de sus ciudadanos y encarcelado a miles de presos políticos, muchos de ellos menores de edad, que no han cometido otro delito que el de reclamar la victoria democrática obtenida contra los dirigentes de un régimen instalado en la corrupción pero aplaudido y lisonjeado por la izquierda podemita y el expresidente Rodríguez Zapatero. El silencio de este es tan sepulcral como el de las decenas de venezolanos asesinados por el régimen en la manifestaciones callejeras que reclamaban el cumplimiento del resultado electoral adverso a la dictadura.
Comprendo la debilidad emocional y física, las razones personales y familiares de Edmundo González para recurrir como el propio Bolívar a la generosidad española. Pero su decisión y la de nuestro Gobierno de promover su exilio es una buena noticia para Maduro y un problema añadido para la oposición democrática venezolana. Moncloa ha llevado estas negociaciones, que todavía niega, en secreto, sin comunicarlas siquiera a los presidentes brasileño y colombiano, que estaban ejerciendo una mediación, a todas luces hoy más difícil, para solucionar el conflicto planteado. Por otra parte, la campaña electoral americana ha enfriado en cierta medida la acción de la Casa Blanca cara al futuro inmediato de Venezuela. No obstante, en el actual entorno internacional parece ya obvio que está dispuesta a acabar con la presencia rusa e iraní en el país que posee la mayor reserva de petróleo del mundo. Zapatero, que ya se negó en su día a rendir tributo público a las barras y estrellas americanas, no ha cesado de estrechar manos en Caracas, sin que sepamos de verdad a cambio de qué. Se comporta como un auténtico mequetrefe y, como Sánchez, sigue horadando el prestigio moral de la socialdemocracia española. Quizás piensa también él que el despotismo conviene a los países cálidos. Menos mal que Madrid estos días no pasa de los 25 grados.