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Larga vida a la austeridad, por José Carlos Rodríguez

by Marko Florentino
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Comenzaba la semana con la lectura de un artículo notable. Una pieza destacada por oportuna y extemporánea. Xavier Vidal-Folch escribía en su periódico, que lo es desde aquel apabullante «cambio» de Felipe González, un artículo titulado El ocaso de la austeridad. Todo un atrevimiento. Toda una provocación. ¿Cómo elegir un momento como este para decir que la austeridad canta como el cisne? Al leerla, me acordé de otro artículo también publicado en El País, escrito por Nicolás Sartorius tras la expulsión de Margaret Thatcher del número 10 de Downing Street por su propio grupo parlamentario. Dijo entonces el periodista, y dirigente del PCE, que aquello iba a ser el hito histórico equivalente a la caída del muro de Berlín, pero para el capitalismo. Salvando las distancias, pues el artículo de Vidal-Folch no es un mero desiderátum, creo que también está mal situado históricamente.

Y, sin embargo, es oportuno. Nos lo hace saber el propio periodista, cuando menciona el fabuloso plan alemán de gasto público para la próxima década larga, o los planes de gasto desenfrenado en materia militar de Europa toda. En este caso, con la duda de si volverá el mito de que Europa termina en los Pirineos. Y, en realidad, es significativo que Alemania, la misma Alemania que pasó de estar en la lipidia a ser la locomotora de Europa de la mano de la austeridad y el libre mercado de Erhard, anuncie planes de gasto como si no hubiera un mañana; ese mañana, es decir, en el que habrá que pagar la deuda. 

Es, de hecho, mucho más significativo que el hecho de que Europa tenga que pagar su propia seguridad. Esto último parece razonable, incluso para la Comisión Europea. Llevamos ocho décadas de gorrones, de free riders, por utilizar el término usado en ciencia económica. Ochenta años protegidos por los contribuyentes de los Estados Unidos. Y, como el dinero es un bien fungible, lo que no nos hemos tenido que gastar en nuestra defensa, lo hemos podido dedicar a subvencionar a los ricos productores agrícolas para que inunden con sus productos a los países pobres, o en un sistema de pensiones con las décadas contadas, o en sanidad, o educación. Ahora, que tendremos que tirar de un lado de la manta para cubrir pudorosamente nuestra retaguardia, veremos de qué lado nos deja descubiertos. Yo creo que será por el lado de los ciudadanos, que acabaremos pagando más impuestos. 

Bien, no es lo mismo que Alemania. Ahí acierta el periodista. Es una cuestión oportuna, dentro de que siempre lo es. Pero, como dicen en Alemania, no hay que celebrar la noche antes que el día. No podemos dudar de los o fastuosos planes de gastos que hay en aquel país. Lo que no podemos dar por hecho es que serán un triunfo. 

El motivo es que nunca lo han sido. No pueden serlo. Gastar desde el Estado supone dirigir la economía en alguna manera; decidir dónde tienen que destinarse los recursos. Darle una forma a la estructura productiva para que sirva ciertos objetivos políticos. Políticos, que no económicos. La economía es la satisfacción de nuestras necesidades, y la política, la de nuestro discurso. Y lo que decimos que queremos y lo que realmente deseamos no tiene por qué ser lo mismo. Además, la política está capturada por los intereses especiales: organizaciones (empresariales, políticas, electorales) especializadas en concentrar el gasto público sobre ellas. La política supone un traspaso masivo de fondos del ciudadano común, y de los intereses generales, a los intereses organizados y al propio Estado. 

«Que hay un límite al gasto público es evidente desde que sabemos que la escasez es una maldición bíblica»

Keynes nos dijo que el sistema económico no funcionaba, y que podría llegar a varios equilibrios, de los cuales sólo uno era el del pleno empleo. De modo que la política fiscal, más que la monetaria, debía aumentar la demanda a paladas de dinero público, sin mirar mucho en qué nos gastábamos el dinero. Que para eso hablamos de macroeconomía: grandes conceptos, grandes cifras, grandes discursos políticos y, en definitiva, grandes deudas. 

Que hay un límite al gasto público es evidente desde que sabemos que la escasez es una maldición bíblica, de la que no podemos escapar, y que, en consecuencia, de lo que se trata es de saber cómo hacer un mejor uso de esos recursos escasos. «Más» y «mejor» son palabras distintas por poderosas razones. 

El periodista cita a Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek como proponentes de una austeridad en las cuentas públicas. Bien, no está mal tirado. Cita al ordoliberalismo, que para eso es alemán, y para eso proponía que había que rebajar la deuda en épocas de bonanza, para poder aumentarla durante la crisis, y encadenar así ciclos económicos con una sostenibilidad fiscal a largo plazo. Claro, que esa misma idea forma parte de la ortodoxia keyesiana, si bien más en la teoría que en la práctica. Y cita la Teoría de la elección pública y a James Buchanan, sobre los que no tiene mucho que decir. Digamos nosotros que la Public Choice se basa en la sencilla idea de que los políticos, los votantes y los burócratas son personas como los demás, y se puede analizar su comportamiento con los instrumentos de la ciencia económica. Que Buchanan pidiera que los países tengan una constitución económica que pusiera coto al endeudamiento excesivo no puede ser un desdoro. 

Más recientemente, Alberto Alesina ha ofrecido muy poderosas razones para mantener la racionalidad económica en el gasto público. Lo importante, dijo Alesina, es controlar el gasto. Ya había dicho Milton Friedman que el gasto es el verdadero impuesto, pues habrá que pagarlo antes o después. Lo pagaremos con impuestos, o con inflación. Y si lo financiamos con deuda, ésta la acabaremos pagando con más impuestos o con más inflación. Alesina demostró la vieja idea de que unos gastos públicos moderados contribuyen a rebajar los tipos de interés, lo que le otorga un alivio al sector privado, para que crezca la economía real.

Pero si es extemporáneo el artículo de Vidal-Folch es porque estamos viendo en tiempo real los efectos, ya positivos, de la política de austeridad más importante del momento. Que no es la de las excentricidades de Elon Musk en el DOGE, sino la motosierra de Javier Milei. La política del nuevo gobierno argentino está rebajando la inflación, animando la creación de empleo, permitiendo que los salarios corran más que los precios, y animando a los inversores a elegir su país. Y no ha hecho más que comenzar. 





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