Jimmy Giménez-Arnau había nacido en alta mar y era hijo de alto diplomático falangista. Lo de la altura –que no física, en su caso– era una señal. Oyéndolo hablar, siempre pensé que de pequeño había aprendido a que el mundo le riera las gracias y le gustó tanto, que ya no abandonó el mester en su vida. El sentido del humor es un don; el ingenio, otro: los tuvo los dos y les sumó la mala leche, que es producto nacional bruto. Se casó con la nieta más guapa de Franco –o la que más nos gustaba a los de mi generación, porque todas eran muy guapas– y construyó un personaje que seguro le habría encantado a Agustín de Foxá en su pulsión perdularia. Ese personaje entró con lupa y bisturí en la familia más poderosa de España y, además de amor, sacó dinero de eso: la exclusiva de su boda en ¡Hola!, la crónica de su matrimonio y su otra familia en la colección Espejo de España –Yo, Jimmy, uno de los grandes best-seller de la Transición–, y algunas medallas en su currículo que le valieron para estar aquí y allá, siempre como en casa: allí donde fuera era el campeón o ejercía de tal.
De su mujer, Merry, se dijo que era la favorita de su abuelo; también la más próxima a un estilo de vida hippy, fruto de la época y el DNI, mi generación, repito. En cuanto a él, yo no sabría distinguir entre el cínico inteligente y el canalla de baja intensidad; con un pasaporte particular que lo exoneraba de toda culpa: ser de familia bien y de orden y con una educación más o menos refinada que le permitía entrar y salir del desorden –incluso regodearse en él– con bastante gracia. Si no te acercabas demasiado, supongo. Y ahora que regresa el debate entre la alta cultura y la cultura popular, diríamos que en el territorio de la crónica socio-sentimental (y callejera) hubiera podido ser un idóneo representante de la primera en ese medio que pertenece de todas, todas, a la segunda, salvo que lo pille un Proust redivivo y de estos –ni siquiera pudo Truman Capote– no hay.
Pero él se desenvolvía en ambos mundos como pez en el agua. No en vano en el agua había nacido: en un buque bautizado Cabo de Hornos y en pleno océano. Su seudónimo de juventud: Jimmy Corso. ¿Un pijo con gracia? ¿Un personaje más de la televisiva Corte de los Milagros? Sería reducirlo a casi nada y en su origen hay otra cosa y esa cosa –por ella he mencionado la expresión alta cultura– es superior a cualquier etiqueta reduccionista. El problema es que esa otra cosa que fue o pudo ser, él mismo la enterró.
Ahí voy: Jimmy Giménez-Arnau fue poeta, antes que nada. Jimmy Giménez-Arnau participó en la antología Poetas españoles postcontemporáneos, de José Batlló para la colección El Bardo. Se publicó en el año 1974 –él tenía 30, hace medio siglo– y lo que quiso Batlló entonces fue reeditar el éxito –o el eco, si hablamos de poesía– de la antología de Castellet Nueve Novísimos, publicada cuatro años antes. Y alrededor de una misma o parecida línea estética –o generacional, alejada de la poesía social que había dominado el panorama español durante mucho tiempo– el antólogo aumentó hasta la desmesura la nómina de poetas incluidos: ya no recuerdo cuántos sumaban en el índice, pero eran muchos y un país no da para tantos poetas –buenos, se entiende–. Sin embargo, el recuerdo que tengo de los poemas de Giménez-Arnau que allí se publicaron es bueno y allí también fue donde supe que había nacido en alta mar, el Cabo de Hornos, etcétera.
«El Jimmy Giménez-Arnau poeta desapareció y nació el cronista, el escritor, el periodista, como queramos llamarlo»
Le oí decir en una ocasión a Francisco Umbral que había dejado de escribir poesía cuando se dio cuenta de que, si colocaba los versos uno detrás de otro y no uno debajo de otro, eso le daba dinero y al revés no, y él quería vivir de escribir. No era una idea original suya y luego la he oído repetida con asiduidad por algunos que han hecho de la escritura su profesión y cuyos principios fueron versificados. Tal vez algo así pensara también Giménez-Arnau; o se le secó la fuente poética, cosa que ocurre a menudo con la edad y según la vida que lleves, con más motivo.
Poco tiempo después de la publicación de Poetas españoles postcontemporáneos, el Jimmy Giménez-Arnau poeta desapareció y nació el cronista, el escritor, el periodista, como queramos llamarlo, y ahí está –salvando todas las distancias, que son muchas– como antecesor en el género, el gran José Luis de Vilallonga. Ambos elegantes por fuera. Ambos entretenidos y ocurrentes. Ambos cargados de historias que contar. Ambos de buena familia y sólo lo comento porque ambos hicieron uso social y profesional de esos azarosos rasgos personales. Pero a lo largo de esta crónica he repetido una palabra varias veces: gracia, en singular y en plural. Este fue el verdadero pasaporte del hijo del diplomático franquista –una especie de oveja negra con seguro y red– y supo aprovecharlo con desparpajo. Y –no lo olvidemos– cierto señorío en las formas. Que también lo tuvo.