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Sir Anthony Blunt y el olvido, por José Carlos Llop

by Marko Florentino
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Cuando el tiempo pasa adquiere una pulsión engañosa y juega con nuestra memoria como si fuera plastilina: la estira y contrae y si no recuerdo mal, lo mismo ocurre con el espacio. Uno no sabe entonces dónde está la frontera entre los recuerdos reales y sus nuevos homólogos, los falsos recuerdos. Y hay que pisar con cuidado este territorio porque en él se agazapan bandidos: los mentirosos, los estafadores y los partidarios a conveniencia, de la posverdad. La Historia deja de ser lo que creíamos que era –un suelo más o menos firme que conduce al futuro– para convertirse en un pantano de arenas movedizas.

Cuando en 1983 murió sir Anthony Blunt, lo hizo en el ostracismo y bajo el estigma de alta traición. Refugiado en casa de su hermano, en sus últimas fotografías asoma una mueca de cierto desprecio y uno se pregunta si es hacia sí mismo, hacia la sociedad que traicionó, o hacia quienes destaparon su condición de agente soviético. O sea, el Gobierno de Margaret Thatcher, porque hasta que no llegó ella el secreto se había mantenido en silencio. A partir de ese momento todo cambió y el gran teórico del Renacimiento y especialista en pintura francesa, honorable colegial y tutti quanti no acabó en la cárcel porque su cercanía a la Reina durante décadas lo protegió de este castigo. No de otros.

De la estirpe de los Berenson, Kenneth Clark, Zeri, o Praz, Anthony Blunt tuvo, al final de su vida, algo del Ovidio exiliado por el emperador Augusto en Tomis, pero al revés que el poeta romano, Blunt sí sabía cuál era el pecado que lo condujo a su nueva situación: la pérdida de su puesto de conservador de las Colecciones Reales de los Windsor, su expulsión de palacio, la anulación de títulos y honores y su retiro en silencio a casa de su hermano fueron el epílogo a su condición de espía soviético, a su pertenencia al llamado Círculo de Cambridge, tan bien novelado por John le Carré.

Pero así como a los demás –Philby, MacLean, Burgess…– los pillaron en los 60, Blunt pasó más desapercibido y continuó situado junto a lo más alto del Estado británico: la corona. Nadie hizo público durante ese tiempo que Blunt había sido un tapado, un agente comunista más o menos en estado de hibernación, pero agente de Moscú al fin y al cabo. Y hombre de confianza (artística) de la reina Isabel II, que le tuvo mucho aprecio, si es que los reyes se pueden permitir el lujo de sentir aprecio por alguien.

«El fenómeno de todos estos estudiantes de Cambridge forma parte de la historia de los mitos del siglo XX»

Todo eso pasó durante la Guerra Fría y se destapó –el MI5 lo sabía antes– en los 80. Al morir Blunt se aireó a los cuatro vientos y si lo recuerdo es porque entonces escribí una de mis primeras colaboraciones, ya no esporádicas, en prensa, usando, por supuesto, el tratamiento de sir del que le habían privado los nuevos políticos británicos: un respeto a los hombres sabios y refinados, incluso aunque una parte de su vida fuera un gran error (que en su caso no fue lindante con el crimen de sangre). Y al ser descubierto por los servicios de Inteligencia se consideró que las pinturas de la Escuela de Fointainebleau no eran un duelo entre el KGB, la CIA y el MI5, y a Blunt lo tenían cogido por distintos flancos (también el sexual, un clásico) y mejor se mantuviera callado y no charlataneara como sus antiguos compañeros.

Pero los nuevos conservadores de Margaret Thatcher no estaban dispuestos a tantas contemplaciones con el espía dormido y la denuncia –y consiguiente retiro de Buckingham– fue pública. Cuando murió aún se aireó más el asunto. Fuimos muchos los que escribimos sobre él, hubo documentales y películas y fue personaje –menor– de Le Carré y Graham Greene. Porque el fenómeno de todos estos estudiantes de Cambridge, miembros del Trinity College, de formas y modos de vida aristocratizantes, y comunistas tan tempraneros como ocultos (el ascenso de los fascismos y el nazismo en Europa fue su justificación para ingresar en las filas contrarias, sin sopesar los modos idénticos de unos y de otros) forma parte de la historia de los mitos del siglo XX.

Ahora se han desclasificado unos papeles sobre Anthony Blunt y durante unos días de la pasada semana ha vuelto a ser noticia. Pero lo ha hecho como si el Caso Blunt fuera nuevo y se ha dado como si acabaran de descubrir su condición de agente soviético en la Corte de Isabel II. Uno se pregunta si vivimos en el día de la marmota, en la constante celebración de la ignorancia, o en el tiempo como chicle, ya dije al principio. Mientras tanto, les recomiendo la lectura de El intocable, novela de John Banville sobre su figura.





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