El estreno del Requiem de Mozart en El Gran Teatre del Liceu bajo la mirada transgresora de Romeo Castellucci (Cesena, 1960) despierta ovaciones y algunas dudas entre los espectadores. Es una reinterpretación personal, una experiencia visual y sonora para los espectadores que quedaron preguntándose qué era un Requiem, un espasmo entre la admiración y el desconcierto.
Castellucci, revolucionario de la escena desde los años 80 -y como afirman en diario La Vanguardia, un Robert Wilson del siglo XXI- ha vuelto a sacudir el panorama del teatro musical con una puesta en escena que no solo reinventa la obra sacra de Mozart, sino que la eleva a un universo de imágenes y símbolos que impactan, transforman e interpelan.
El director italiano Romeo Castellucci es conocido por desafiar la lógica narrativa convencional, y su Requiem no es la excepción. No se trata de una ópera tradicional, sino de un friso en movimiento donde la música, la imagen y el cuerpo conviven en un entramado visual poderoso. La obra se convierte en un canto pío y de despedida, un aviso premonitorio sobre el destino de la humanidad, enmarcado en un listado interminable de especies, civilizaciones y conceptos extintos.
Desde el inicio, la oscuridad envuelve la escena mientras una anciana se recuesta en una cama, presintiendo el final, la llamada muerte, el desvanecimiento. A partir de ahí, la obra transita por un ciclo vital donde la anciana se transforma en una mujer madura, luego en una joven y finalmente en una niña. Mientras tanto, el coro del Liceu interpreta el Introitus y el Kyrie eleison con precisión y emotividad, mientras la orquesta, dirigida por Giovanni Antonini, sostiene la tensión emocional con una ejecución impecable.
Uno de los momentos más estremecedores y, valga decir que algo repetitivos, llega con la proyección del listado de extinciones: especies animales y vegetales, civilizaciones desaparecidas, religiones olvidadas, templos destruidos, hasta llegar a lugares icónicos de Barcelona como la Sagrada Familia y la playa de la Barceloneta, sugiriendo su inminente desaparición. La puesta en escena refuerza esta sensación de pérdida a través de la danza, con coreografías que oscilan entre lo ritualístico y lo popular, incluyendo referencias a la sardana y el baile de las gitanas. Sin embargo, las cuatro estrellas internacionales: la soprano Anna Prohaska, la mezzosoprano Marina Viotti, el tenor Levy Sekgapane y el bajo Nicola Ulivieri, pierden fuerza, a pesar de su excelente actuación, entre tanto incentivo visual.

Influencias culturales y cinematográficas
Castellucci no construye su Requiem desde el efectismo gratuito. Su puesta en escena es un entramado de referencias cinematográficas y artísticas que potencian la experiencia. La brutalidad de Crash de Cronenberg resuena en la escena en la que los integrantes del coro desfilan junto a un automóvil siniestrado, evocando una danza macabra de víctimas invisibles. Para la persona que tengo sentada al lado, ese automóvil representa el atentado terrorista en La Rambla en 2017. La imaginación simbólica puede llevarnos a cualquier referente.
También se desvela la estética de Kubrick que se asoma en los momentos de oscuridad y espacio infinita, como en la Odisea en el espacio, o reminiscencias a la obra de Franklin Schaffner, El planeta de los simios, a la par de las coreografías tribales que van moviéndose sobre el escenario.
El coro, además de cantar, se convierte en un pluriempleado de esta representación para comenzar a ser un ente en movimiento que juega con la simbología de la obra. En uno de los cuadros más inquietantes, un niño aparece jugando con un cráneo humano como pelota de fútbol, un recordatorio de la fragilidad de la existencia. La música se entrelaza con las imágenes para generar un espectáculo multisensorial donde cada elemento dialoga con el otro.

La muerte como purga esperanzadora
La obra alcanza su clímax cuando el escenario se oscurece completamente, salvo por la proyección final del listado de extinciones. El silencio es interrumpido únicamente por el sonido de la tierra cayendo, un eco de la inevitabilidad de la desaparición. Pero en este oscuro panorama, Castellucci deja un resquicio de luz: la imagen de un bebé colocado en el centro del escenario por las figuras femeninas que representan las etapas de la vida. Es una insinuación de que el ciclo puede recomenzar, de que aún hay posibilidad de redención y renovación de la especie humana sobre todo la destrucción que ha generado.
El público del Liceu respondió con un aplauso largo y dudoso, intentando procesar la magnitud de lo vivido. Castellucci ha logrado sacudir y hacer que el espectador salga del teatro con más preguntas que respuestas. En tiempos de literalidad, quizás la duda es el arte.
El Requiem de Mozart estará presentándose en el Gran Teatre del Liceu hasta el 26 de febrero.