Llegamos tarde a la cita en Cal Rosill, la granja de Laia Angrill y su padre, y sabemos que ya no estamos en la ciudad porque ella no tapa la irritación con cordialidades superfluas. Es cercana y a la vez se expresa con una precisión y contundencia poco habituales en alguien de 24 años. Dice que eso es fruto del oficio: “la payesía se ha convertido en mi identidad, y eso afecta a todos los ámbitos de mi vida: me relaciono de forma distinta con la tierra y el consumo, pero también me ha hecho una persona muy práctica y decidida”. Esta elocuencia fue evidente en febrero, cuando Angrill se convirtió en una de las caras visibles durante las protestas payesas: “la gente mayor no suele querer hablar, y no hay demasiada gente joven y con estudios por aquí; además, ya estoy acostumbrada a los periodistas, he participado en un par de programas sobre la mujer rural y otras tonterías así”, ríe. Nos ofrece latas de cerveza y un tatuaje bien diseñado en forma de espiga asoma en su brazo.
Tomamos algo en una mesa con bancos de madera que hay en la parte delantera de la granja, y desde que llegamos hasta que nos vamos, el perro Quissa reclama atención. Al fondo, unas cien vacas y otros cinco perros en un establo. Estamos en Peramola, en el Alt Urgell, y ante ojos de periodistas acostumbrados a ver la naturaleza como paisaje, el lugar es idílico. La granja lleva 25 años y tres generaciones en la familia Angrill, que además de ganaderos, también son agricultores porque producen buena parte del alimento de sus animales. Ella creció aquí, pero a los dieciocho años se trasladó a Barcelona para estudiar Estudios Globales en la Universitat Pompeu Fabra, una carrera que aborda las ciencias sociales de forma interdisciplinar. “En seguida me di cuenta que todo lo que estudiaba, proyecto tras proyecto, y ley tras ley, me parecían papel mojado, yo quería dedicarme a algo más tangible. Pero haber pasado por la universidad ha sido importante: allí empecé a ser una persona feminista y de izquierdas”.
Llegó la pandemia de 2020 y Angrill estudiaba a distancia un máster en edición, pero su abuelo enfermó y ella tuvo que ir a ayudar a la granja. “Es aquel tópico de tener que irse para valorar lo que tienes en casa. Mientras vivía en la ciudad me interesé por la desigualdad territorial, la inversión pública en el mundo rural, la falta de relevo generacional”, explica, “habría sido hipócrita no quedarme”. El cambio fue importante, pero se muestra reacia a la épica del retorno y a cualquier cursilería neorrural. Repite la palabra responsabilidad, porque entre los pequeños propietarios agrícolas de Cataluña la única oposición realista a la concentración de la riqueza es un modelo tan decimonónico como la familia: “mi padre es un idealista y si yo no hubiera querido continuar, habría buscado cooperativas antes que entregarle la granja al vecino que ya tiene 1300 cabezas”. ¿Alternativas? Bancos de tierras públicos o beneficios fiscales para jóvenes emprendedores, como en Francia.
La visitamos en un verano tórrido pero, gracias a las lluvias de la pasada primavera, menos angustioso que los dos últimos. Con la cosecha que acaban de hacer, podrán vivir un año tranquilos, pero a ella y a su padre les preocupa una posible restricción: “Cuando vienen los veraneantes falta agua y nos quieren cambiar la tubería de abastecimiento. No será suficiente para el ganado, pero para el ayuntamiento los turistas son lo primero”. Es la primera vez que eso pasa y los turistas de su región aún no reciben el trato sofisticado de comarcas como La Cerdaña, donde está prohibido lanzar purines en fin de semana para proteger sistemas olfactivos urbanitas.
Le pregunto en qué consiste su día y dice que mucho más tiempo del que querría lo pasa entre papeleo. “El control es constante y absurdo: estos días tenemos que mandar fotos en directo desde una aplicación para demostrar que hemos sembrado”. La crítica a la excesiva burocracia fue una de las demandas más concretas de las protestas de febrero —también el coste por encima de producción o el incumplimiento de la ley de la cadena alimentaria, problemas que siguen igual. Las posiciones de Angrill son modernas en su conservadurismo: es implacable con los empresarios agrícolas, pero también suspicaz con pequeños proyectos ecológicos sin demasiada infraestructura, y le parece más revolucionaria la soberanía alimentaria que cualquier retórica medioambientalista. “Hay demasiados cerdos y faltan vacas en Cataluña, y todo el mundo se sacude responsabilidades”.
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Es consciente de la fascinación más o menos interesada que es capaz de generar un tractor en la Diagonal, tanto al ciudadano común, como a un Lluís Llach acabado de nombrar presidente de la ANC o a Sílvia Orriols votando con la camiseta de Revolta pagesa: “La payesía es un sector simbólico de país, y también nos reivindicamos como tal; pero todo el mundo nos aplaude e instrumentaliza, y luego se va a comprar la cena al Mercadona”.
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